Aunque la sensación de urgencia te dice que debes llegar cuanto antes al sanatorio, tras una breve reflexión, y teniendo en cuenta la caída, la tormenta y que está oscureciendo, buscar refugio te parece la opción más sensata. Incluso así, mientras desciendes con cuidado por el traicionero sendero, te asalta una punzada de culpa, ya que Selene puede estar en peligro. A duras penas logras calmar tu conciencia cuando justificas la decisión razonando que, para poder ayudarla, primero debes ayudarte a ti mismo.
La casa es sencilla, consta de una sola planta y un tejado a dos aguas. Hay varias ventanas enrejadas, con cortinas por dentro que impiden ver el interior. Sigues el camino empedrado que rodea el edificio. Al otro lado está la puerta principal, de una sola hoja de madera. Una carretera asfaltada, por la que solo cabría un vehículo, llega prácticamente hasta la entrada y en un lateral ves un espacio lo bastante grande como para aparcar un coche. Una hilera de macetas con plantas en buen estado, sobre todo cactus, te indican que la casa no está abandonada. Aun así, te parece que en este momento está vacía. Das tres golpes con los nudillos en la puerta para asegurarte. Nadie responde. Miras a tu alrededor; estás completamente solo. Ni rastro de otras personas o animales. El bosque oscuro, la tormenta restallando sobre tu cabeza y el frío que se te mete dentro.
Como una hoja a punto de ser barrida por el viento, te estremeces de la cabeza a los pies. Debes entrar como sea. La puerta tiene una cerradura sencilla. La empujas con todas tus fuerzas sin ningún resultado. Arremetes con el hombro. Una, dos, tres veces. La puerta y el cerrojo son más sólidos de lo que parecen y solo consigues hacerte daño. Pequeñas y heladas gotas de agua inician la lluvia. Con desesperación, revisas las macetas. Las levantas y las haces a un lado, por si el propietario hubiera dejado alguna llave escondida bajo ellas. Tras haber movido de sitio todas las plantas, apartas unas cuantas piedras decorativas que hay sobre la tierra de algunas de las macetas, aunque tampoco encuentras nada. Un relámpago restalla sobre tu cabeza iluminando el cielo con un fogonazo y la tormenta replica con un creciente aguacero.
Durante la fracción de segundo que ha durado el relámpago, un minúsculo destello surge desde uno de los cactus. Al aproximarte, distingues una llave pulida que pende de una larga púa y queda apoyada en el cuerpo del cactus. Con mucho cuidado deslizas la mano. Sientes la presión de varias agujas cuando retiras la llave, aunque ninguna llega a lastimarte.
Solo tardas unos segundos en abrir la puerta de la casa, con la lluvia derramándose con fuerza detrás de ti. En la oscuridad, apenas distingues las siluetas de unos muebles. Tanteas en la pared junto a la puerta y el interruptor enciende una lámpara de techo que emite una luz cálida e insuficiente que a duras penas alcanza los rincones de la habitación.
Cierras la puerta, dejando fuera el sonido amortiguado de la lluvia. En el centro del salón hay una larga mesa de madera barnizada, varias sillas sencillas a su alrededor, y una voluminosa caja metálica de herramientas sobre ella. Bajo una de las ventanas, una pequeña cocina con hornillo y encimera, junto a la que también hay una modesta nevera. En un lateral, una puerta entreabierta da lugar a un inodoro y supones que también a un retrete y un plato de ducha o bañera. Una cama individual junto a la puerta del baño y una chimenea esquinera completan la mayor parte del mobiliario.
Recorres la habitación, arrebujándote en tu chaqueta, y te detienes de golpe al advertir en lo alto de una vitrina dos ojillos negros que reflejan la luz de la lámpara y que te observan con imperturbable y hostil fijeza. Necesitas varios segundos para distinguir la silueta sombría del cuervo en cuya cabeza se alojan esos ojos negros. Es una obra bastante lograda de taxidermia y enseguida distingues otros animales disecados, dispuestos dentro de la vitrina que descansa en la pared más alejada a la puerta de entrada. La colección está formada en su totalidad por aves: gorriones, tórtolas, estorninos y golondrinas, extienden las alas en un intento de echar a volar, pero que nunca alcanzarán. Hay algo perturbador en ellos, algo más allá de esa extraña parálisis en la muerte que evoca la vida. La persona que ha trabajado los animales ha logrado imprimir cierta desesperación en la postura, en la tensión de la cabeza y las alas; como si el animal adivinara en el último segundo, que estaba condenado a nunca alcanzar los cielos.
Ahora que por fin estás a salvo de la tormenta, todo el dolor por la caída, el frío que se te ha metido dentro, el agotamiento y el hambre (no has comido nada desde la mañana), te llegan al mismo tiempo. Te sientes mareado, débil, y te tiembla el pulso cuando abres la puerta de la nevera. Está vacía, pero bajo la encimera encuentras varias latas en conserva de albóndigas con verduras, lentejas y judías. También podrías encender la chimenea para entrar en calor. Con eso y una noche de descanso, estás seguro de que mañana podrás retomar el camino al sanatorio.
Sin embargo, más allá de todas la molestias y necesidades, te sientes incómodo en la casa. Y no es solo por el hecho de que la has allanado. Tienes la constante sensación de estar siendo vigilado, de no estar en un lugar seguro. Aunque seguramente eso también tenga algo que ver con ese cuervo que te contempla desde lo alto de la vitrina.
EN DESARROLLO
Satisfaces tus necesidades.
Sigues revisando la casa.