Lo más importante es llegar al sanatorio y encontrar a Selene. Tienes tiempo. Si te das prisa, todavía tienes tiempo, te repites a ti mismo al cabo de un rato, lanzando miradas a un sol en su cenit, pero que apenas es capaz de atravesar los oscuros nubarrones.
Tu forma física no es la de un deportista. Caminas tan rápido como puedes, sin llegar a correr, y este ritmo es más que suficiente para agotarte al cabo de unos minutos.
Por fin, encuentras un letrero de madera que señala un desvío hacia el Sanatorio de Aguas Rojas.
Es un sendero sin pavimentar, demasiado estrecho como para que circule un vehículo, y está sembrado de grandes piedras que dan a profundos socavones. Con un terreno tan escarpado y una pendiente tan pronunciada, sabes que tu viejo coche jamás hubiera podido subir por aquí, ni aunque hubiera tenido el depósito lleno.
Tomas aliento y emprendes el tortuoso ascenso. El sendero zigzaguea abrupto en varias ocasiones mientras los terraplenes a tu alrededor se precipitan en abruptas caídas donde aguarda un ejército de cenicientos y famélicos árboles.
Aunque no conservas recuerdo alguno de este camino, hay cierta familiaridad sin definir. El paisaje posee una cualidad onírica, silenciosa, perturbadora, que se acentúa conforme te ves rodeado de árboles cuyos troncos adoptan posiciones antropomórficas, cuyas ramas se retuercen y giran angulosas como escuálidos brazos. Unos brazos sin hojas que te saludan con crujidos y chasquidos cuando una ráfaga de viento helado se cuela entre sus miembros.
Antes de llegar a una curva te detienes a causa de uno de estos árboles. Más retorcido y grande que el resto, su tronco se inclina hacia el camino, como si quisiera impedirte el paso. La mitad inferior del tronco se divide, y uno de estos segmentos, similar a una grotesca pierna gris, se clava en mitad de la polvorienta calzada, manteniéndo el árbol en equilibrio a pesar de la postura.
Lo observas con detenimiento, absorto en los detalles, incapaz de discernir cuál de todos sus rasgos es el que te resulta más inquietante. Es entonces cuando miras hacia los lados y hacia detrás, con la súbita e intensa sensación de estar siendo observado. Por supuesto, no ves a nadie. Solo es tu cabeza jugándote una mala pasada, y, teniendo en cuenta el lugar en el que estás y el lugar al que te diriges, no es para menos.
Es solo un árbol, te dices a ti mismo. Un inofensivo árbol crecido en mitad del camino. Sacudes la cabeza y te ríes, intentando que la risa disuelva el miedo.
Lento, desenfadado, emprendes la marcha. Miras hacia el terraplen con forzado interés, evitando darle mayor importancia al árbol. Al pasar junto a él, escuchas un profundo crujido, demasiado fuerte, demasiado cerca como para fingir que no ha sucedido. Sin poder evitarlo, miras de reojo y retrocedes dando un paso al advertir que estás más cerca del tronco de lo que te había parecido, a la distancia de un beso.
Por puro reflejo, apartas el cuerpo en dirección contraria, dandote cuenta demasiado tarde de que la inercia del movimiento te ha dejado desequilibrado en el borde del terraplen.
Agitas los brazos y fuerzas los músculos de la única pierna sobre la que te estás apoyando, solo para comprender que es inútil. El vacío, inmenso a tu espalda; la caída, inexorable.
Te golpeas y ruedas, giros bruscos, arañazos. Tratas de agarrarte a algo, cualquier cosa, para detener la caída, pero solo consigues arrancar algunos matojos del sotobosque.
La caída se detiene con un súbito tirón justo después de ver como te precipitas contra una roca. Oscuridad, y nada más.
Cuando abres los ojos, tardas un rato en comprender dónde estás. Cuando intentas incorporate el mareo te obliga a sentarte de nuevo en el suelo. Al palparte la frente y la cabeza das un respingo de dolor. Tienes restos de sangre seca en la mano y notas que parte de tu pelo está apelmazado. Uno de los golpes te ha provocado una hemorragia en la cabeza, pero parece que la herida ya no sangra.
Deduces que llevas varias horas inconsciente, porque comienza a oscurecer. Para empeorar la situación un poco más, unos truenos lejanos comienzan a hacerse eco en las montañas.
Entre quejidos te pones en pie. Tienes algunos arañazos, algún desgarrón en el pantalón y el abrigo, te duele todo el cuerpo y aunque el tobillo derecho te molesta, parece que lo más grave ha sido el golpe en la cabeza.
El retumbar de los truenos te recuerda que no puedes quedarte aquí parado. Desde donde estás, eres incapaz de ver el camino que conduce al Sanatorio de Aguas Rojas, y subir el pronunciado terraplén se te hace, nunca mejor dicho, cuesta arriba. En lugar de hacer esto último, te metes por una estrecha senda que rodea la colina hasta una bifurcación. El camino de ascenso parece conectar con una curva en lo alto y aunque te llevará un rato, estás casi seguro de que enlaza con la carretera del sanatorio.
Por otro lado, distingues que la senda que desciende da a parar a una casa. Con lo tarde que es, la caída que has sufrido y la promesa de una tormenta en ciernes, la idea de refugiarte bajo techo se te hace cada vez más tentadora.