Ya que estás aquí, podrías comprobar si hay algo que te pueda ser de utilidad dentro de la estación abandonada, reflexionas.
Cruzas el umbral y el suelo cruje bajo las suelas de goma de las zapatillas cuando pisas un fragmento de cristal. El interior del edificio tiene un aspecto incluso peor del que te había parecido desde fuera.
Latas de cerveza aplastadas. Botellas de alcohol tiradas en cualquier rincón. Preservativos usados, áridos y macilentos. Cúmulos de basura en las esquinas, cuyos componentes eres incapaz de distinguir. Los restos carbonizados de una hoguera improvisada en torno a la que descansan cuatro sillas a las que alguien les ha rajado el respaldo.
Tras el mostrador desierto, en la pared que queda al fondo, llama tu atención una maraña de carteles y folios desteñidos que se superponen unos sobre otros, clavados con chinchetas deslucidas, cada uno reclamando su espacio en el abarrotado muro.
Te aproximas para verlos mejor. Todos están deteriorados debido a la exposición a los elementos. Pero no es eso lo que te extraña. Aunque algunos están completamente desteñidos por el tiempo, hay varios en que se puede leer con claridad que se trata de carteles de personas desaparecidas. Lo realmente extraño es el vacío donde deberían estar las imagenes, las fotografías de las personas desaparecidas. Y no es que alguien haya recortado los carteles. Son espacios en blanco, mordiscos de realidad que ha sido arrancada. Está esa ausencia y la de la información personal de las víctimas. Fragmentos de frases inconclusas, direcciones inexistentes, números de teléfono reducidos a la nada.
Das un paso atrás y estimas que debe de haber más de cien carteles acumulándose en la pared.
Sacudes la cabeza. Debe de tratarse de alguna clase de broma o de una composición artística. Si las desapariciones fueran reales, aunque hubieran sucedido a lo largo de varios años, las medios de comunicación se habrían hecho eco de un suceso tan escabroso.
Sea como fuere, compruebas también un pequeño despacho en el que alguien se ha divertido reduciendo el escritorio a añicos. Por último, un almacén vacío, con algunas cajas de cartón. En una de las cajas encuentras una linterna polvorienta con un cabezal bastante grande. Para tu sorpresa, todavía funciona. Decides guardarla en un amplio bolsillo interior del abrigo y abandonas la gasolinera.