La iglesia es antigua, románica, de una sola nave y la luz, atenuada por el manto de nubes grises, entra sin problemas desde el techo, en su mayor parte derruido. Cuando te acercas al arco de la entrada te fijas en que a las estatuas que hay sobre él, de unos cuarenta centímetros de altura, les han arrancado las cabezas.
Ya en el interior compruebas el lamentable estado de la iglesia. Los escombros cubren la mayor parte de la bancada que hay a la derecha de la entrada. Todo el lugar está cubierto por una capa de polvo, fragmentos del techo y hojarasca arrastrada por el viento, provocando que el suelo cruja con cada paso que das.
Al fondo, sentada en el banco más cercano al altar mayor, está la anciana. Te acercas a ella, esquivando una viga de madera quebrada. La mujer sostiene entre sus manos una biblia de tapas negras. Incluso sujetando el libro puedes ver que sus manos, sobre todo la derecha, se mueven de forma incontrolable. Su aspecto general es descuidado. El pelo ceniciento, estropajoso, ralea en algunas zonas, dejando visibles huecos de un cráneo pálido. Viste una sencilla falda marrón y un jersey de lana que en algún momento debió de ser rojo, pero que ahora tiende hacia un rosado sucio.
La anciana se gira hacia ti y desnuda una sonrisa de dientes amarillentos.
—Buenos días, querido. ¿Vienes a la misa? Creo que ya estamos todos —dice la mujer con familiaridad, para a continuación lanzar una mirada a su alrededor y comprobar que está en lo cierto.
Sigues el mismo recorrido que la mujer hace con la mirada. La iglesia, por supuesto, está desierta.
—Lo siento, pero creo que hace bastante tiempo que aquí no se celebra ninguna misa —respondes, con la sensación de que cualquier intento de razonar con la mujer será en vano.
—Tonterías. Ayer mismo hubo una ceremonia. ¿Te acuerdas? Estabas tan guapo. Eras un niño tan educado y encantador —añade, extendiendo la mano temblorosa hacia tu mejilla, sin llegar a tocarte ya que, justo antes, frunce los labios al recordar algo—. No como esa golfa.
Su último comentario ha surgido tan repentino y duro, tan opuesto al resto de su diálogo, que has retrocedido un paso; como si acabaras de ver a una serpiente agitarse en tu dirección.
—¿Qué ha dicho? ¿Nos conocemos de algo?
La anciana entrecierra los ojos, tratando de enfocarte con la mirada.
—¿Y tú quién eres? —pregunta, igual que si te viera por primera vez.
Suspiras. Entrar aquí ha sido un error.
—Mire, mi coche se ha quedado sin gasolina y necesito llegar al Sanatorio de Aguas Rojas. ¿Sabe dónde puedo conseguir ayuda?
—En el ayuntamiento. Pregunta en el ayuntamiento. Mi marido trabaja allí —explica, mirándose las manos.
—Gracias, iré a verle y le diré que usted está… aquí —respondes apresurado y con un pie hacia la salida.
—No está bien —declara la anciana, sacudiendo la cabeza.
—¿El qué no está bien?
—Nada. Nada encaja, nada está donde debería. ¿Lo sientes? —te pregunta y su mano huesuda se cierra con sorprendente fuerza en torno a tu muñeca y te acerca para poder verte mejor—. Sí. Tú también lo has sentido. Los has sentido.
—No… No sé de que me habla.
—Se te meten en la cabeza. Bajo la piel. Entre los huesos —dice con vehemencia, haciéndote daño.
—¡Suélteme!
Te apartas de golpe, obligando a la anciana a soltarte. Las uñas de la mujer, duras, largas y amarillentas, dibujan varias líneas en tu piel, levantándola y mostrando algunos puntos rojos donde la sangre se resiste a salir.
Maldices por lo bajo al cruzar la iglesia a toda prisa. Te detienes en el umbral cuando escuchas el sollozo de la anciana y te preguntas con arrepentimiento si con la brusquedad de tu movimiento le habrás hecho daño. La mujer está encorvada, con las manos en el rostro, y se convulsiona de forma incontrolable. Su llanto te alcanza. Estás a punto de regresar junto a ella, pero te detienes al darte cuenta de que, en realidad, se está riendo. La suya es una risa histriónica, burlona, hiriente de una forma que eres incapaz de definir. Abandonas la iglesia frotándote los arañazos y un creciente sentimiento de fatalidad en el pecho.