Conduces por la carretera hacia el único lugar al que te prometiste no regresar jamás. Vehículos, señales, paisaje, todo se convierte en un borrón de formas y colores a los que solo prestas la atención mínima como para no tener un accidente. En realidad, estás lejos de la carretera. Tu mente viaja hacia delante y hacia detrás, en rápidos parpadeos.
Después de consultar tu agenda, un cuaderno para apuntar los números y las direcciones, pediste ayuda al vecino de la puerta contigua. Apenas tenéis relación, y, aunque se mostró receloso al principio, te dejó su teléfono móvil para que llamaras a Selene. La señal, interrumpida, daba en todo momento a un mensaje automático que decía que el número al que estabas llamando se encontraba apagado o fuera de cobertura en ese momento. Así sucedió en cada una de las llamadas, hasta que tu vecino, una vez perdida la paciencia, exigió que le devolvieras el teléfono.
Tu Ford Fiesta, aunque hecho polvo, todavía responde en la carretera. Realizas un peligroso adelantamiento en una carril de doble sentido, lo que provoca varios bocinazos por parte del resto de conductores. Los ignoras y aceleras a todo lo que da la maquinaria. Debes llegar al Sanatorio de Aguas Rojas. Todavía no sabes como ha pasado, o porqué, pero estás seguro de que Selene está allí, atrapada. Estás convencido de ser capaz de recordar lo que sucedió hace años, lo que te espera, pero, en cada uno de esos intentos, ese pensamiento se desliza y se esconde en unas grietas profundas e inalcanzables de la memoria.
Tan concentrado te hayas en la carretera que solo cuando estás entrando en el pueblo de Aguas Rojas (crees recordar que el sanatorio está a las afueras, en la montaña), te das cuenta de que el piloto de la gasolina se ha encendido y la varilla del medidor se agita levemente sobre el segmento de la reserva.
Atraviesas la población, has reducido la velocidad casi al mínimo, mirando a un lado y a otro, buscando algún cartel que indique la presencia de una gasolinera. El pueblo en su conjunto muestra inequívocas señales de decrepitud. La mayoría de las casas son viejas, con las fachadas deslucidas y los balcones cubiertos de óxido. Algunas están medio derruidas o con grandes grietas en los muros que prometen dar el golpe de gracia durante las siguiente lluvias. El lugar desprende la sensación de ser un cadáver inmerso en un lento proceso de descomposición que durará años. Esto, sumado a que todavía no has visto ni a una sola persona, evoca la imagen de un pueblo fantasma.
Ya has terminado de cruzar la calle que va de un lado a otro del pueblo cuando por fin adviertes una señal de gasolinera a cien metros, a las afueras del pueblo. Conduces con cuidado hasta allí, esperanzado en la distancia, al ver la estación de servicio y los surtidores. Tu coche logra llegar en un último esfuerzo a la explanada de la gasolinera y se detiene de pronto, el motor convertido en un arrullo que termina con un silencio abrupto, como un animal exhausto que, incapaz de dar un paso más, se tumbara en el suelo para morir.
Sales del coche, contemplas el panorama, y le das una patada de frustración a uno de los neumáticos. La gasolinera está abandonada. Aunque todavía quedara combustible en los depósitos sería imposible abastecer tu coche porque alguien ha arrancado las mangueras de los surtidores. La estación, que no es más que un pequeño edificio de cemento, tiene los ventanales hechos añicos, con algunos dientes de cristal todavía asomando desde los márgenes. La puerta ha desaparecido y los pocos estantes que se ven en el interior o están vacíos o reducidos a pedazos.
Miras hacia la carretera que conduce hacia el Sanatorio de Aguas Rojas. Desconoces cuanto te falta para llegar. En coche podrían ser unos minutos o incluso una hora, pero caminando tardarías bastante, de eso estás convencido. Todavía no es mediodía, pero preferirías que no se te hiciera de noche estando en el sanatorio o por los alrededores.