Si el condenado timbre vuelve a sonar te va a estallar la cabeza, alcanzas a pensar mientras te llevas las manos a la cabeza.
Giras la manija y tiras de ella con brusquedad solo para que la puerta emita un ruido sordo de choque y se quede en el mismo sitio. ¡Los pestillos! Maldices para tus adentros. Quitas el inferior sin problema, pero terminas forcejeando con el superior, que se ha atascado, como siempre.
El timbrazo vuelve a la carga y se recrea en tus tímpanos como una procesión de alfileres. Te tapas los oídos con ambas manos mientras gritas a todo pulmón que ahora abres. El timbre, ajeno a tu aviso, restalla con un prolongado burbujeo metálico.
Gritas de nuevo, tratando de alzarte por encima del ruido y, desesperado, le das una violenta patada a la puerta.
El silencio sustituye al estruendo. Al apartar las manos de la cabeza te das cuenta de que estás temblando. Luchas una vez más con el pestillo y consigues quitarlo. Al mirar hacia abajo ves el extremo de un sobre que se asoma por debajo de la puerta.
Lo recoges. Curiosamente, la migraña ha remitido hasta convertirse en una simple molestia. Al abrir la puerta el pasillo está a oscuras. Sales y enciendes la luz, pero no ves a nadie. No escuchas a nadie.
De vuelta en el estudio, giras el sobre entre las manos. Te lo ha enviado tu hermana melliza. Rompes el sobre y lees el contenido de la carta.
“Querido cavernícola,
Sueño con el día en que te compres un teléfono móvil y podamos prescindir de tener que comunicarnos como si viviéramos en la edad victoriana. Aunque conociéndote debería considerarme afortunada de no estar utilizando una paloma mensajera o señales de humo”.
Sonríes por la broma. Lo cierto es que disfrutas con las cartas. Requieren dedicación, tiempo para pensar sobre lo que vas a escribir, paciencia para aguardar la respuesta y cada palabra tiene mucho más valor que cualquiera de los sistemas de mensajería actuales. No son nada prácticas, es cierto, pero lo compensan con la nostalgia que transmiten. Están imbuidas con el romanticismo de tiempos pretéritos. Suspiras y sigues con la lectura.
“Por Madrid todo me va bien, pero había pensado en pasarme por Valencia y hacerte una visita en tres o cuatro días. Últimamente he estado pensando mucho sobre nuestra infancia. He empezado a recordar cosas. Fragmentos del tiempo que pasamos en el Sanatorio de Aguas Rojas. ¿Tú recuerdas algo? He decidido que antes de visitarte me pasaré por allí, a ver si eso me ayuda a rellenar los espacios en blanco.
Con cariño,
Selene
P.D.: Si no he dado señales de vida esta semana es que me ha cogido el hombre del saco y tendrás que venir a rescatarme ;)”.
Compruebas la fecha de envío de la carta y por un momento te asustas al comprobar que fue enviada hace una semana exacta. Aunque enseguida justificas el que tu hermana no haya aparecido por tu estudio en que habrá retrasado la salida o se habrá entretenido en algún sitio más de lo que pensaba. No hay motivo para alarmarse todavía.
Convencido de que así es, te quedas un poco más tranquilo. Dejas la carta en el recibidor, te acercas al cuadro y retiras la sábana que cubre el lienzo.
En grandes letras, escrito con pintura negra que gotea como la sangre de una herida recién abierta, reza la siguiente frase: LA TENGO TIC TAC!
¿Por eso tenías los dedos manchados con pintura negra? ¿Es posible que hayas escrito estas palabras mientras dormías? Al comprobar tus manos das un respingo. No hay ni rastro de las manchas de pintura sobre las yemas de los dedos.