Te despiertas en la oscuridad del dormitorio, la respiración agitada, el corazón palpitante en tu pecho, el rostro enjugado en sudor. Cuando te frotas los ojos descubres que están húmedos por las lágrimas. El reloj marca las 3:28 de la madrugada. La familiar sensación opresiva en el pecho provoca que gires el rostro con aprensión hacia las esquinas en penumbras.
Crees distinguir, estás casi seguro, de que algo te observa desde las amorfas sombras más allá de la cama. La presencia de algo retorcido, algo antiguo, hambriento… Das un manotazo a la lampara que hay encima de la mesita de noche y la cálida luz disuelve la oscuridad. Ropa. Solo era una caótica pila de ropa, arrugada pero limpia, que se acumula en la silla.
Intentas recordar lo que estabas soñando. Es un esfuerzo fútil. Solo conservas la vaga impresión de amenaza, de ser perseguido, alcanzado, asfixiado.
Sabes que te resultará imposible conciliar de nuevo el sueño y por unos segundos fantaseas con ir a darle rienda suelta al pincel. Abandonas de inmediato tal ensueño. Llevas días sin ser capaz de enfrentarte al poderoso lienzo en blanco.
Caminas por el estudio durante un rato. Bebes agua. Desde el ventanal, contemplas la ciudad, queda, silenciosa y nocturna, a través del vidrio sucio. Reina una calma desapacible, vibrante, casi eléctrica, que hace que vagues por el estudio como un animal enjaulado. Al final, decides darte una ducha caliente.
Un rato después, abandonado el minúsculo plato de ducha y la molesta cortina de plástico, te encuentras mejor. Tras secarte el pelo con una toalla, deslizas la mano por la superficie del espejo de baño, apartando el vaho acumulado.
Tu rostro te devuelve la mirada, algo pálido, ojeroso, demasiado cansado para pertenecer a alguien tan joven. Te sientes ajeno, como si te observaras por primera vez. Rascas la sombra de barba incipiente, agitas la cabeza para apartar el mechón de pelo oscuro que te cae sobre la frente.
Un joven ambicioso, lleno de sueños, lleno de promesas, con la tinta del diploma en Bellas Artes todavía secándose sobre el papel.
Como si quisieras asegurarte de que eres real, lentamente, en dos fases, pronuncias tu nombre en voz alta.
—Dan… te —declara tu reflejo y tú lo repites, o quizás sea al revés. No estás seguro.
Durante la siguiente media hora merodeas como lo haría un fantasma que arrastra sus cadenas a altas horas de la madrugada. De la cama a la nevera. De la nevera a la ventana. De la ventana a la cama. Y vuelta a empezar.
No tardas en darte cuenta de que, lo que sucede en realidad, es que estás orbitando. Giras, como un planeta, alrededor del sol, incapaz de acercarte, incapaz de alejarte. Un sol con forma de lienzo en blanco. Por fin, en un arranque, logras atravesar la barrera gravitacional y te plantas frente al lienzo, acariciando la posibilidad de romper ese blanco nuclear. Hacerlo pedazos con líneas incisivas y curvas malsanas, con pigmentos que arañen los ojos y las mentes. Desgarrar esa nada con algo que te ronda tras la mirada, algo que crees poder… seducir, tal vez; invocar y atrapar en esa superficie hueca. Pero no, todavía no. El impulso se desvanece. Todavía no estás listo.
Regresas a la cama, arrastrando a tu espalda la oscuridad con cada interruptor que apagas, hasta que solo quedas tú y ella, cubriéndote con su ligero y ciego toque.
Dudas que puedas volver a dormir. Con esta idea te retuerces y giras sobre el colchón, hasta que el sueño te atrapa sin pedir permiso.
Te despiertas con la cabeza embotada, muy desorientado. El reloj marcando las tres del mediodía. La migraña es terrible. Los latidos de tu corazón te martillean en las sienes sin piedad.
Fuera, el cielo se ha encapotado con un denso océano de nubes grises y abotargadas.
Con paso vacilante llegas al baño y extraes del blíster una pastilla de paracetamol. El dolor es tan terrible que te lo piensas mejor y sacas una segunda pastilla. Llenas un vaso con agua del grifo y te las tragas de inmediato.
¿Es que acaso estás sufriendo un derrame cerebral? Eres demasiado joven para eso, razonas, pero cosas más raras se han visto. Deberías llamar a una ambulancia. Algo que sería mucho más fácil si tuvieras teléfono móvil. Hace años que decidiste, a contracorriente, volverte analógico por completo. Ni siquiera tienes una línea de teléfono en el estudio. De pronto te parece que fue una iniciativa un tanto imprudente.
Sea como sea, no tienes tiempo de seguir ese hilo de tus pensamientos. Te das cuenta de que unas manchas de pintura negra, seca y un poco apagada, te recubre las yemas de los dedos. Las miras, las diez extendidas frente a ti, sin entender que ha pasado.
Con los ojos entrecerrados por el dolor caminas hasta el centro del estudio, convencido de que durante la noche anterior no pintaste nada. Nada en absoluto. Si te diriges a comprobarlo no se debe a que albergues dudas, sino porque parece lógico descartar la suposición, por absurda que sea.
Como era de prever, el lienzo está tal y como lo dejaste la noche anterior. Salvo por un detalle. Un pequeño y minúsculo detalle que te estremece hasta el tuétano. Derramándose con suavidad, una larga sábana cubre por completo el lienzo y parte del caballete que lo sujeta. Revisas la paleta de mezclas y la descubres llena de pintura densa, seca en su mayoría.
Comienzas a agitar los dedos con inquietud, sopesando la posibilidad de apartar la tela. Sin embargo, la decisión se ve interrumpida cuando el sonido del timbre en la puerta te hace arrugar el rostro de puro dolor.