Una colección de microrrelatos que escribí hace años. Agujas pensadas para clavarse en tu corteza prefrontal. Pequeños mordiscos a tu cordura. Disfruta del paseo.
No hay lugar como el hogar
Ya era tarde cuando Carlos entró como un suspiro en la casa. Abrió la puerta de la nevera y la volvió a cerrar. Estaba tan agotado que había perdido el apetito.
Tumbada en el sofá del salón su esposa se removía con sueños inquietos. La tapó con la manta.
Entró en el dormitorio de las pequeñas. Clara y Eva, arrebujadas con las mantas, dormían plácidas. Dio a cada una un discreto beso en la cabeza.
Volvió al salón y, al encender el televisor, bajó el volumen para no despertar a nadie. Con las noticias descubrió, horrorizado, que no había sobrevivido al vuelo de regreso.
Fobia
A Claudia siempre le había dado mucho miedo la sangre. Por eso se la sacó del cuerpo.
El poder de la imaginación
Soñó que una sombra lo perseguía en los cambiantes y retorcidos pasillos oníricos.
El miedo dio paso al pánico cuando aquellas manos, zarcillos amorfos llenos de odio, lo alcanzaron hasta cerrarse en torno a su cuello.
Se despertó en mitad del estrangulamiento solo para observar, impotente, como la pesadilla lo había acompañado desde sus sueños.
Regalos
La cháchara del muñeco la despertó de madrugada y para colmo el botón de apagado no funcionaba.
Fue entonces, al intentar quitarle las pilas, cuando recordó que no se las había puesto todavía.
Cita a ciegas
Lo primero que recordó Alfredo al despertar fue que su cita de la noche anterior era una psicópata de libro.
Intentó rememorar lo sucedido tras tomar un par de copas y excusarse por marchar tan de repente, pero se vio interrumpido por el tono meloso de aquella mujer.
Le susurró en el oído, tierna y húmeda, lo mucho que lo amaba, al tiempo que apretaba las correas de la camilla.
Bucle
Descendía por la escalera rodeada de oscuridad impertérrita y, tras cada escalón, siempre aparecía otro más.
Faerie
El Hada de los dientes buscó por encima y por debajo de la almohada. Aleteó ansiosa sobre la mesita de noche y, por fin, descendió hasta el suelo para registrar las pelusas y el cementerio de juguetes que se extendía bajo la cama.
Indignada ante la ruptura del contrato y la ausencia de su premio, decidió llevarse el resto de la dentadura.
Reflejos
Ana, con la palma de la mano, todavía húmeda de la ducha, apartó el vapor condensado en el espejo.
Aquel rostro reflejado, sonriente, le guiñó un ojo. Lástima que fuera de un desconocido.
Mala idea
Los gritos de ayuda comenzaron en el mismo momento en que comprendió que entrar en el pozo era más fácil que salir de él.
Paradoja
Cuando Amanda descolgó el teléfono, una voz, familiar y aterrorizada, le pidió ayuda porque alguien intentaba matarla.
Con toda la calma que pudo conservar Amanda le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Se produjo una pausa. Antes de que se cortara la llamada, escuchó un gorgoteo lastimero.
Fue en ese momento cuando sintió como algo frío se clavaba en su hombro. Un encapuchado la había apuñalado. Se zafó con un manotazo y corrió escaleras arriba con la ominosa figura persiguiéndola. Se ocultó tras un armario y llamó a emergencias.
Explicó a trompicones cómo alguien intentaba matarla y una voz, demasiado conocida, le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Segunda ofrenda de Caín
Era el día del Señor y la viuda se aproximó, encorvada y anhelante, a la escuálida cola de feligreses.
La viuda era consciente de que con el paso de los años la fe se había convertido en un bien escaso. Más aún porque desde hacía varias semanas muchos de los miembros de la congregación no hacían acto de presencia.
Y era una pena, porque los sermones del párroco jamás habían sido tan enérgicos y motivadores.
Al acercarse, masticó la hostia, algo más correosa que de costumbre. Después, sorbió el vino de la copa. Le gustaba el regusto metálico que dejaba en el paladar.
Si un árbol cae en un bosque
En el instante en que descubrió que estaba solo, dejó de existir.
Fobias
Una de las uñas se elevaba ensangrentada sobre la falange, cómo una trampilla mal colocada. Los músculos de las manos, los brazos y las piernas, palpitaban y dolían y, aun así, se aferraban con temblorosa brutalidad a la pared de roca.
Atisbó, una vez más, el cuerpo inerte de su hermano en el fondo del barranco.
La distancia pareció infinita y el vértigo regresó. Los pulmones se le cerraron debido al pánico. Reflexionó, breve e interrumpido, que cuando uno se enfrenta a los miedos siempre cabe la posibilidad de ser derrotado.
Cuestión de fe
La esposa sollozó, inconsolable, hasta que por fin se derrumbó sobre el hombro del doctor.
—Pero si parpadea… Tal vez…
El doctor negó con la cabeza.
—Lo siento mucho. Ahora no es consciente de nada. Su actividad cerebral es mínima. Podría tardar meses o años —hizo una pausa durante la cual ofreció un pañuelo a la mujer—. Para serle sincero, el porcentaje de pacientes que se recupera de una lesión como la de su marido es inferior al uno por ciento.
Mientras la acompañaba fuera de la habitación le explicó que podrían mantenerlo con vida durante años.
Tras el escaparate de los ojos un hombre pedía ayuda con gritos reservados solo para sí mismo.
Old New Age
Alejandro, en un ejercicio de resistencia intelectual, logró conservar hasta el tercer día la idea de que la naturaleza cuidaría de él.
Extraviado y agotado de caminar por el bosque, la manada de lobos le recordó que a la naturaleza le importaba bien poco las opiniones de los demás.
Empirismo puro
Filósofo de corazón y científico de pensamiento, buscó el alma humana durante toda su vida, hasta que al final, cansado, rascó y rascó la vaina que supuestamente la contenía, solo para descubrir lo difícil que resulta distinguir el interior de un hombre del de un cerdo.
Al hotel, por favor
Era la primera vez que Ana y Óscar visitaban Madrid. Es por eso por lo que tardaron diez minutos en dar unos golpecitos a la mampara transparente que separaba los asientos de atrás de los de delante para hacer la pregunta de rigor: ¿Falta mucho?
El conductor los serenó con un: No, claro que no. Ya casi hemos llegado.
Ellos comprobaron la dirección del hotel en el GPS del teléfono móvil. Les dio tiempo a darse cuenta de que el hotel estaba más lejos que al principio, justo cuando el taxi descendía a un garaje industrial y perdían la cobertura.
El ascensor
Antes de que Nicolás llegara a su ático, en la treceava altura, la cabina del ascensor se detuvo. Hubo un horrible chirrido, una caída, la pantalla digital en una fulgurante cuenta atrás, pero no reventó en el segundo sótano, sino que siguió bajando, y bajando, y bajando, cada vez más rápido, los números convertidos en un caleidoscopio de desquiciado significado. Al cabo de un latido, o de una vida, las puertas se abrieron, mostrando un infierno de oscura y anodina eternidad.
Historias de miedo
La lectura se había prolongado sin descanso, compulsiva, deseando terminar, deseando que nunca terminase. Relatos encadenados, una columna vertebral de muerte, horror y espectros furiosos. Y cuando por fin alcanzó el último capítulo, en una mezcla de alivio y frustración, descubrió que, para su desgracia, protagonizaba los relatos.
Déjà vu
Noe y su amiga se refugiaron bajo un árbol de la torrencial tormenta. Fue entonces cuando Noe dejó escapar una risita histriónica, al borde de la locura, que alertó a su amiga.
—¿Qué sucede?
—Que ya he vivido esto. Es cuando morimos —aclaró, el rostro congelado en un rictus de terror.
Hubo un clamor en las alturas. Un fogonazo. Noe sabía mucho.
Animales nocturnos
Era una noche desierta, fría, y en las paredes grises del callejón tañían los pasos acelerados de la mujer. Un movimiento a su espalda la puso en alerta. Sentía el rumor de la sangre acelerándose por el bombeo ansioso de su corazón. Los pasos tras ella sonaban pesados, urgentes, peligrosos.
Una conversación entre risas la obligó a girarse. Allí, tres figuras oscuras recortadas contra la luz de las lejanas farolas. Volvieron a reír, gozosos como el depredador antes de saborear la sangre.
Cuando ella comenzó a desnudarse la piel, liberando al verdadero monstruo. Las voces de ellos se atragantaron. Ella les devolvió la voz. Cantos de agonía a cambio de sus entrañas.
Karma
Lawrence, que poseía riqueza y respeto en abundancia, carecía de paz mental, porque rumiaba las horas en un desprecio recalcitrante. Despreciaba al indigente que merodeaba en el callejón frente a su casa. No. No solo lo despreciaba: lo odiaba. Odiaba su mera existencia, su ropa rasgada, salpicada de hediondas manchas parduzcas, odiaba su barba abundante y sucia, pero sobre todo odiaba sus ojos, patéticos y suplicantes.
Una noche decidió coger su revólver y terminar con aquel indeseable. Nadie lo echaría de menos y nade buscaría al culpable.
El sintecho estaba despierto y lo aguardaba con ojos llorosos. Momentos antes de que Lawrence terminara con su existencia, aquel despojo humano le dio las gracias. Lawrence exigió saber por qué estaba agradecido.
—Porque tú y yo somos la misma persona —le respondió el indigente.
Los peligros del tabaco
A Carla le encantaba fumar. Había convertido el hedonista y empedernido principio “de algo hay que morir” en la piedra angular de su vida. Y aunque tenía otros vicios el tabaco era el que mayor placer le proporcionaba. Así que fumaba a todas horas. Uno antes de desayunar, otro después. Uno al salir de casa, otro al volver. Uno antes de cada comida, otro al terminarla.
No le importaba ni el hedor ni el color de sus dedos amarillentos por la nicotina. No le importaba la tos seca de las mañanas, ni el mal aliento, ni los dientes del color del pergamino viejo. Tampoco le importaba la total ausencia de olfato.
De haber conservado este último sentido habría detectado el peculiar olor que, una tarde al regresar del trabajo, anegaba la casa; más concretamente, el mercaptano que se añade al gas natural para que pueda ser detectado.
Regalo anticipado
Lo primero que pensó fue que alguien lo había golpeado fuerte en el pecho, a la altura del corazón, y movió un poco los pies y las manos, incómodo, tratando de soltar los músculos entumecidos.
Entonces, le vino a la cabeza que el dolor había comenzado en el brazo izquierdo y después se le había metido dentro del corazón… eso era. Había sufrido un paro cardíaco. Y no es que fuera algo como para sorprenderse porque le sobraban sus buenos treinta kilos de peso.
Saberse con vida le proporcionó varios segundos de tranquilidad, hasta el momento en que abrió los ojos, encontró como respuesta una oscuridad impenetrable, y palpó la superficie de acolchado y madera. Tal y como dictaba la tradición yacía en su féretro, emparedado en un nicho del cementerio, bien vestido, envuelto y acicalado cual regalo de Navidad, listo para ser abierto en el día de la resurrección.
Nunca más
Tres golpes en la puerta, duros y secos, la catapultaron de su lectura nocturna. Al no esperar ninguna visita a horas tan intempestivas, oteó cautelosa por la mirilla de la entrada, pero no vio a nadie. Se sentó de nuevo en la butaca y retomó su libro.
Al cabo de unos minutos, perdida en los escenarios de su mente, tres golpes, otra vez, tres golpes duros y secos, la arrancaron de la lectura.
Encendida, arrebolada, se acercó a la puerta y la abrió como una corriente de aire. ¿Quién va?, preguntó.
En respuesta, tres golpes, otra vez, tres golpes duros y secos, procedentes del armario que aguardaba en el salón, interrumpieron la noche plutónica.
Huele raro
Tras una semana, derribaron la puerta del apartamento. El gato jamás había estado tan hermoso.