La nueva, vieja, pirámide es un relato de terror publicado en la revista antológica Calabazas en el Trastero: Máscaras, del sello editorial Saco de Huesos. Un par de ambiciosos amigos están a punto de conseguir un importante ascenso entre los directivos de la empresa en la que trabajan. Sin embargo, unirse a tan selecto grupo requiere un precio que no todo el mundo está dispuesto a pagar…
RELATO LA NUEVA VIEJA PIRÁMIDE
Desde el piso 75 del Centro Financiero Internacional la ciudad de Shanghái parecía una maqueta gigante. Una maqueta coronada con una bóveda oscura, sin estrellas. Y es que aquella ciudad no necesitaba la luz de las estrellas. Su luz había sido sustituida por miles de farolas, brillantes edificios y carteles de neón, otorgándole un halo fantasmagórico. Una marea constante de diminutos vehículos atravesaba sus venas y arterias, dándole la apariencia de ser una ciudad de juguete a la que alguien le hubiese dado cuerda. E irrumpiendo con sus aguas negras, el río Huangpu, rodeando el distrito como si de una gigantesca serpiente se tratase… aquella era la visión de cautivadora irrealidad desde la que David se vanagloriaba de sus logros ante esa masa orquestada de personas, servil y ciega, que inundaba la ciudad. Esta ciudad. Todas las ciudades.
No era algo que hiciera a menudo, el trabajo normalmente le mantenía demasiado ocupado, pero, aquella noche en particular, se sentía muy por encima de todos ellos. A mundos de distancia. Y no tenía nada que ver con la vertiginosa altura del rascacielos.
Tal vez compartieran el mismo espacio. Incluso podían respirar del mismo aire y beber de la misma agua. En ese y en otros aspectos se parecían. Pero eso era todo. Muy pocos podían alardear de haber trepado hasta lo más alto de Biotech International, y es que él, David Serra, había nacido para triunfar, para dominar, para hacer realidad sus deseos.
Por supuesto, había un precio y el precio siempre era el mismo: sufrimiento. No esa medicina amarga, descafeinada, que bebía la mayoría de la gente de tanto en tanto a la que llamaban sufrimiento. No. Él había bebido de una copa salpicada de vidrios rotos y después había pedido la botella.
Alcanzar el éxito significaba que otros no lo habían logrado y eso siempre dejaba cicatrices. Él llevaba las suyas con el orgullo de un soldado veterano. Pero como cualquier soldado, en ocasiones, debías enfrentarte a los fantasmas que te perseguían en sueños. Y, a veces, cuando los fantasmas eran legión, se te metían dentro y te acompañaban siempre, hasta que llegaba un momento en que no sabías donde acababas tú y empezaban ellos…
David rompió deliberadamente el hilo de sus pensamientos. Se enorgullecía de su velocidad mental al cavilar sobre un problema. Durante aquellos ejercicios los pensamientos eran como afluentes de agua cristalina, veloces y centelleantes. Pero si les daba rienda suelta durante demasiado tiempo al final acababan convergiendo, de forma inevitable, hacía un único torrente; un canal denso, lento, de aguas estancadas, pantanosas y hediondas, donde los pensamientos eran cadáveres que amenazaban con surgir desde las profundidades anegadas para arrastrarte hasta el fondo.
Sin embargo, aquello no importaba. El pasado estaba muerto, en otro país, a miles de kilómetros de distancia, mientras que el futuro le aguardaba tras la puerta de su jefe, el señor Sanabria. Una puerta de doble hoja, de reluciente madera caoba, con manijas doradas. Frente a ésta, con un desquiciante y repetitivo patrón, Alejandro, daba vueltas en círculos, igual que un león atrapado en la jaula de un zoológico. De vez en cuando se detenía, lanzaba una fugaz mirada al despacho de su superior y proseguía la marcha.
—Será mejor que te sientes y te calmes. Sanabria no se alegrará en absoluto si te nota tan nervioso. Además, el ascenso lo tenemos ganado. Esto es solo una formalidad. Según tengo entendido la directiva al completo está reunida arriba —dijo David.
Alejandro le lanzó una mirada cargada de preocupación, pero hizo caso y se sentó en uno de los rígidos asientos de diseño que estaban dispuestos alrededor de una mesa maciza, toda ella de cristal, sin juntas.
—Lo que no entiendo es cómo tú puedes estar tan tranquilo —dijo en tono de reproche, e impulsado por un resorte oculto volvió a levantarse—. ¿Y dices que están arriba?
A David le pareció que su compañero se estaba acalorando visiblemente por segundos.
—Sí, en el piso de observación superior. Una vez al año los CEO de la empresa se reúnen en Shanghái. Creía que ya lo sabías. Por lo visto han reservado todos los pisos desde el 95 hasta el 100. No me extrañaría que incluso nos invitaran a la fiesta. Los hemos hecho un poco más ricos.
Alejandro asintió con varias inclinaciones breves de la cabeza y comprobó su teléfono móvil. Por un instante a David le pareció que quería saber la hora, pero se detuvo demasiado tiempo y rápidamente tecleó en la pantalla.
—¿Te estás mensajeando con alguien?
—¿Perdona? —respondió Alejandro, con una pequeña risita—. No, para nada. Solo estaba comprobando una nueva aplicación de ofimática.
Sonrió y volvió el rostro hacia el móvil.
David supo que mentía. La sonrisa habría parecido sincera de no ser porque sus ojos distaban mucho de haber acompañado a los labios. Además, estaba aquella discreta inflexión en las palabras. Una tensión, sutil, pero tan real y evidente como el traje que su amigo vestía.
—Si estás quedando con alguna chica deberías decírmelo. Yo te cuento todos mis líos. No estás siendo nada justo.
—Y tú estás siendo un poco entrometido —dijo con unas breves carcajadas—. No es nadie importante. De verdad. Si fuera algo serio te lo contaría.
—Entonces admites que hay alguien. Venga, dame alguna pista. De nuestro departamento seguro que no. ¿Tal vez del piso 74?
—No es eso —contestó cortante, abandonando su habitual cordialidad—. Mira, ahora no puedo decirte nada. ¿De acuerdo? Cuando sepa algo más te lo haré saber.
Una alarma silenciosa sonó dentro de David. Era la clase de interruptor que se activaba cuando al caminar de noche escuchas unos pasos justo a la espalda, o cuando descubres olor a gas y te apresuras a abrir la ventana. Era la advertencia ante un desastre inminente.
—¿De qué estás hablando?
Alejandro hizo una pausa ante lo que se vislumbraba como un debate interno.
—Tiene que ver con la investigación sobre efectos secundarios en los medicamentos que vendimos al gobierno de Somalia —confesó al fin.
—No veo cual es el problema —dijo David—. Todo estaba en regla. Nos aseguramos de que los informes no violaran ninguna ley, nacional o internacional.
—Sí. Tienes razón, pero tuve mis dudas y hace poco me puse en contacto con un investigador privado.
David no estaba seguro de querer saberlo. Las implicaciones de tales afirmaciones podían echar por tierra todos los esfuerzos que había llevado a cabo. A pesar de ello se descubrió formulando las palabras.
—¿Qué descubrió?
La pregunta quedó suspendida durante varios segundos y allí permaneció, flotando entre ambos, hasta que la puerta del señor Sanabria se abrió.
—Caballeros, adelante.
—… y debo admitir que algunos de mis colegas sospechaban sobre el éxito de esta negociación. Les aseguré que había escogido a los hombres adecuados y, la verdad, voy a disfrutar bastante restregándoles su escepticismo. Señores —continuó Sanabria, alzando la copa de wiski y esperando que tanto Alejandro como David lo imitaran—, por su éxito, por nuestro éxito, y por el cinco por ciento de los beneficios. Pronto descubrirán que al saldo de sus cuentas se le han añadido varios ceros.
—Gracias, señor —contestó David, elevando la copa y dando un sorbo.
—Gracias —dijo Alejandro tras carraspear.
¿Qué descubrió?
—Aunque no todo son buenas noticias. Lamentablemente solo tengo poder para promocionar a uno de los dos. Estoy seguro de qué lo entienden.
Aunque ambos entendían demasiado bien la declaración de Sanabria, les había pillado por sorpresa. El ascenso entre los candidatos, tal vez miles, se había convertido desde el principio en una carrera despiadada. Tuvieron que superar innumerables filtros, muchos de los cuales les había obligado a pisotear a otros competidores. Al final solo habían sobrevivido ellos a la purga, en parte gracias a sus habilidades, en parte, a una alianza que había terminado convirtiéndose en amistad. Se habían convencido, durante un tiempo al menos, que la competición, finalmente, había concluido.
Cuando sus miradas se cruzaron nuevamente…
¿Qué descubrió?
…el semblante les había cambiado. En otra época, a dos rivales, les hubieran arrojado un cuchillo al suelo, invitándoles a demostrar quién era el mejor combatiente. En la actualidad el juego había cambiado. Más civilizado. Se encontraban ante un nuevo tablero y ambos trataban de adivinar cuál era el siguiente paso a seguir.
—La decisión la tomaré durante la celebración, con el resto de los directivos; huelga decir que están invitados.
David intuyó las reglas como si las hubiera redactado el mismo. Serían los directivos quienes se decantarán por uno o por otro. Y tendrían un tiempo muy breve para demostrar que su candidatura era la más válida. No podía distraerse con…
¿Qué…
… nimiedades. En unas horas todo terminaría. Y poco importaban el resto de las consideraciones.
Cuando salieron del despacho del señor Sanabria no intercambiaron palabra. Alejandro recibió una llamada y se alejó unos metros. David decidió que era su oportunidad para tomar ventaja de forma que se apresuró a los ascensores. Pulsó un botón y aguardó hasta que el timbre precedió la apertura de las puertas.
—¡David!
La mano de Alejandro se cerró sobre su hombro como una garra y tiró con fuerza para darle la vuelta.
—¿Qué quieres? Tengo prisa.
Alejandro tenía una mirada desesperada en el rostro.
—Olvídate de lo que nos ha contado. Antes me has preguntado sobre lo que había averiguado mi detective privado.
—Está todo en orden. Nosotros hicimos nuestro trabajo —dijo David en un tono que no sonó tan confiado como le hubiera gustado—. Ahora tenemos que…
—No. Te equivocas, no está todo en orden. Algunos de los documentos desaparecieron. Informes que demuestran que el medicamento, a largo plazo, puede provocar cáncer de estómago. Acabo de hablar con el detective, está en la entrada del edificio. Con los informes. Tenemos que hacer algo. Debemos presentarlos a las autoridades.
—Te das cuenta de lo absurdo que resulta… algo así no podría habérsenos pasado por alto.
—He visto una imagen de los documentos con mis propios ojos. En el móvil, justo antes de entrar al despacho. Te lo juro.
David planteó rápidamente varios escenarios y asintió.
—Tienes razón. Si esos documentos existen debemos hacer algo con ellos. Pero necesito verlos con mis propios ojos antes de hacer alguna tontería. Nos estamos jugando mucho aquí, ¿de acuerdo?
—Sí, sí, por supuesto, lo que… —respondió aliviado.
—Voy a decirle a Sanabria que subiremos enseguida con los directivos. Tú, mientras, reúnete con ese detective y asegúrate de que los informes son verdaderos. Bajaré en un momento y decidiremos a dónde ir.
—Vale. Cuento contigo.
—Yo también —respondió David.
Ambos se sonrieron, un poco más viejos y cansados, y la puerta del ascensor se cerró.
Aunque la fiesta se había iniciado en el piso 97 no tardó en trasladarse, junto con sus invitados, a la plataforma superior, el Sky Walk, en el piso 100, que consistía en un largo y ancho pasillo con paredes de cristal a ambos lados.
Había numerosos grupos repartidos por el impresionante corredor acristalado. La música se entremezclaba con las conversaciones y las risas. Los directivos se unían y desunían en pequeños círculos, charlando, bromeando y bebiendo, igual que gotas de aceite que bailaran alguna clase de danza privada.
Al principio, los apretones de manos junto con las felicitaciones le habían agradado, pero al cabo de un rato, y unas cuantas copas, David tuvo la sensación de que las sonrisas, antes cálidas y amistosas, habían adquirido un tono burlesco. Los rostros empezaron a convertirse en borrones confusos, repetitivos, como un disfraz que se hubiera puesto de moda en un carnaval.
En algún momento de la noche tuvo la determinación de no tomar ni una sola gota más de alcohol y, sin embargo, siempre se descubría sosteniendo una copa de wiski o de ron que alguien le había obsequiado.
Se detuvo, apoyándose con una mano en el ventanal transparente que ofrecía una visión panorámica de la Shanghái nocturna. La idea de encontrarse a casi 500 metros sobre el suelo, separado tan solo por una pared de cristal le hizo sentirse ínfimo, frágil, y por completo mareado.
Una picazón suave pero persistente le aguijoneaba los pensamientos, pasando incluso sobre el acolchado cojín de la bebida. Delatar a Alejandro ante Sanabria, explicarle que éste iba a echar por tierra todos los esfuerzos por un repentino ataque de conciencia se había convertido en la más difícil de las pruebas. Y aun así la había superado.
Aquellos papeles eran un estorbo para el proyecto, su proyecto. Se habían dedicado años en la inversión de aquel medicamento. Millones gastados en la investigación, producción y la próxima distribución. Y las negociaciones. En realidad, las negociaciones habían sido la parte más sencilla y él había sobrellevado el peso de los acuerdos. Él cerró el trato. ¿Acaso no merecía una pizca de reconocimiento por haber cerrado aquel negocio? Incluso fue él quien se dio cuenta de la existencia de aquellos informes y los hizo desaparecer. Con discreción. No eran unos informes conclusivos y, aunque lo fueran, ¿acaso debían destruir un medicamento eficaz por unos posibles efectos a largo plazo? ¿No valía la pena salvar unas vidas en el presente, aunque más adelante estuvieran condenadas? Dio un sorbo a la copa de wiski y, con una sonrisa amarga, asintió. Claro que sí.
—¿David?
Una punzada de pánico le recorrió las entrañas al escuchar el timbre de Alejandro pronunciando su nombre. Se giró al tiempo que se apartaba bruscamente del cristal, igual que si le hubieran soltado una descarga eléctrica. Se había confundido. Allí solo estaba Sanabria.
—Parece que has bebido más de la cuenta, muchacho —dijo su jefe y, aunque su tono poseía la formalidad habitual, David tuvo la impresión de que se estaba riendo, de alguna forma se reía a carcajadas por alguna clase de broma que no alcanzaba a entender.
El señor Sanabria llevaba dos copas de champán. Gotas de fría humedad se deslizaban con elegancia por el exterior mientras las burbujas estallaban en la superficie. La música se había detenido y descubrió que el resto de los invitados tenían los ojos clavados en él. Todos sostenían una copa de champán y le miraban, algunos con severidad, como si les hubiera interrumpido en mitad de un acto religioso, mientras que otros sonreían. No, no sonreían. Pretendían sonreír. Aquellos rostros se cubrían de sonrisas rígidas, falsas… y David tuvo el absurdo impulso de salir corriendo hacia los ascensores. En su lugar cogió la copa que Sanabria le ofrecía.
—Toda la directiva quiere hacer un brindis de bienvenida en tu honor —se giró hacia el resto de los invitados y continuó—: Por favor, caballeros, alcemos la copa y brindemos por nuestra última incorporación. El señor David Serra.
David se apresuró a beber tembloroso el contenido de la copa y todo el mundo brindó y bebió en medio de un silencio solemne.
—Perfecto —dijo Sanabria—. Ahora toca la cena. Qué traigan el cerdo, por favor.
—Señor, acerca de Alejandro…
–Shhh —le interrumpió—, has obrado bien. Lo cierto es que no esperaba que fuera de otra forma. Verás, David, nosotros —he hizo un ademán que abarcaba el resto de la directiva— valoramos la astucia y la ambición, pero valoramos, todavía más, la astucia y la ambición que viene acompañada de lealtad. Alejandro…
David notó un ligero entumecimiento en las piernas y trató de sacudirlas, pero éstas no respondían. Los efectos del alcohol se estaban disolviendo con la misma rapidez que un muñeco de nieve bajo un sol de verano y su lugar estaba siendo ocupado por un frío que le paralizaba todos los músculos del cuerpo.
—…sobresalía en las dos primeras. Lamentablemente flaqueaba en cuanto a la lealtad. Te pondré un ejemplo. ¿Sabías que había preparado una trampa para que pareciera que quisieras hacernos chantaje y luego pensaba vender secretos corporativos a la competencia? Supo de la reunión de hoy antes que tú. E incluso había preparado un numerito para sacarte del edificio y ganarse nuestra confianza. Lo que sucede…
El pitido del ascensor sonó audible al otro extremo del corredor y el ruido de unas diminutas ruedas fue creciendo en la distancia.
—…es que en algún momento hay que darle más valor a la lealtad. No podemos permitirnos la traición en nuestras filas. Llevamos demasiado tiempo trabajando en esto. Pero no te preocupes. Ya eres, prácticamente, de los nuestros. Solo queda…
Los directivos se fueron apartando para dejar paso a una mesa plateada. Los bordes se elevaban por encima de la plancha central y David tuvo la impresión de que se trataba de una mesa de autopsias. Encima de la mesa había un cuerpo desnudo. Despedía un fuerte olor a jabón y había sido desprovisto de todo el vello corporal. Se asemejaba a un gran gusano blanco. El cuerpo estaba rígido, pero los ojos se movían, frenéticos, desesperados. Cuando cruzaron las miradas David reconoció a Alejandro.
—…quitarnos las máscaras.
Vio con desesperación como el resto de los invitados se fueron aproximando, colocándose en corro a su alrededor y alrededor de la mesa. Unas manos le sostuvieron la espalda y la cabeza, evitando que se desequilibrara y cayera al suelo. Sanabria sacó un estuche negro de la americana y, con delicadeza, lo abrió para extraer un bisturí. La hoja era diminuta, como el cabezal de un pincel, y refulgía con promesas de sangre, tendones seccionados y músculos desgarrados.
Sanabria se detuvo a escasos centímetros de David, apoyando el bisturí en su frente, justo debajo del nacimiento del cabello, y entonces empezó a sonar “I’ve Got You Under My Skin”, de Frank Sinatra. Algunos de los directivos murmuraban entre sí mientras unos pocos asintieron con satisfacción.
La cuchilla empezó a deslizarse por el contorno de su frente con una facilidad terrorífica, dibujando, abriendo, una delgada línea carmesí. La humedad llegó antes que el dolor. Gotas de cálida humedad que se detenían en el vello de las cejas o bajaban presurosas por las mejillas. El calor fluyó por los labios hasta el interior de la boca y la lengua se dio un baño con el sabor metálico, repulsivo, de la sangre.
El dolor estaba ahí, frío, punzante, irrigando los nervios mientras la carne era separada con despiadada eficacia. Pero el dolor estaba atenuado por algo más inmediato y abrumador, el horror del testigo impotente.
El bisturí continuó descendió hasta la mandíbula y siguió su recorrido, lento, implacable, pasando por debajo del mentón hasta el otro lado del rostro. Hubo una breve pausa, un giro vertical de la hoja, y el ascenso hasta cerrar la línea con el punto de partida.
Sanabria dio un paso atrás y le cedió el bisturí a uno de los ejecutivos trajeados. Contempló su obra con visible deleite y volvió a acercarse. En esta ocasión palpó la larga hendidura bajo la mandíbula y hurgó. Hurgó varios segundos, con las palmas de las manos hacia sí, hasta hundir las yemas de los dedos bajo la piel, formando una pinza con los pulgares.
En un rincón, muy lejos de allí, en un lugar secreto y aislado, David estaba configurando un cuadro de lo que iba a suceder a continuación. Retazos de pensamientos, jirones de posibilidades, que fueron girando, ajustándose, igual que las piezas de un extraño puzle. Y, cuando la imagen se tornó monstruosamente nítida y evidente, Sanabria empezó a tirar hacia arriba y David empezó a gritar. No con la garganta, los pulmones o los labios. El grito estalló en su interior y rebotó en las cavidades infinitas del pensamiento.
Podía escuchar, sentir, como la piel —su piel— le era arrancada del rostro, igual que un vendaje que hubiera quedado adherido a la carne por demasiado tiempo. El mundo entero quedó reducido a un dolor palpitante y desgarrador que se confundía con aquella mezcolanza de imágenes sin sentido…
…el señor Sanabria tirando de él con una sonrisa, ¿sádica?, no, ¿alegre?, sí, estaba alegre…
…un instante de rojiza oscuridad…
…los aplausos, me aplauden a mí, lo he logrado, me han aceptado…
…aquel rostro que flotaba delante… era una cara familiar, pero ¿por qué no tenía ojos?
Fue entonces cuando se impuso el silencio y la oscuridad. Un silencio que aplastaba todas las sensaciones como un dios inflexible. Era el sonido del vacío; marcando, con su ritmo estático y monocorde, el final de todo. El final del tiempo, el final de los sueños, el final de la vida. Y deseó que desapareciera. Deseó matar el silencio y reclamar su lugar.
En algún punto que flotaba entre el vacío de la conciencia se escuchó una voz, quebrada y moribunda, que se abrió paso, subyugando el silencio, acallándolo. Se elevó en un aullido siseante que hablaba de sacrificios y triunfos, de horrores y placeres. Era el grito de un recién nacido, el grito con el que nacían todos los monstruos. Y el que había sido David Serra descubrió que era suyo.
Durante un minuto se quedó observando el reflejo serpentino que le devolvía la mirada desde el largo ventanal de observación. Sanabria le había dado el mayor de los regalos, le había arrancado la máscara para dejar su alma al desnudo.
Pudo observar cómo sus hermanos también se habían liberado de sus falsos rostros. Se los quitaban con lentitud y parsimonia, tirando de la piel igual que si fueran máscaras de carnaval, revelando facciones grotescas, similares a las de los animales. Muchos tenían las mandíbulas desencajadas, repletas de afilados incisivos, y el rostro cubierto por escamas de reptiles. Otros tenían hocicos cortos y grotescos, flanqueados por colmillos torcidos. Un tercer grupo abría y cerraba sus grandes picos de ave. Y los ojos… no entendía como había podido haber pasado por alto aquellos ojos. Fríos soles dorados; pozos de brillante oscuridad; rabiosos de sangre carmesí. Todos hambrientos, fieros y bellos.
Los invitados se fueron congregando, con pasos cortos, inquietos, alrededor de la mesa de autopsias donde el cuerpo de Alejandro aguardaba a que hiciera los honores. Su mirada había perdido el brillo nervioso y desesperado, para quedarse clavada, ausente, en algún lugar que quedaba más allá del piso de observación. Tal vez, un lugar tan lejano que ya nada podría alcanzarle.
El primero mordisco fue en el estómago y la carne cedió, blanda, caliente y sabrosa. La sangre empezó a manar con pequeñas sacudidas y otros se animaron. Empezaron a mordisquear el rostro, a picar por las piernas y el pecho. El pasillo se llenó de gruñidos y graznidos, mientras los invitados iban entrando y saliendo del círculo para dejar que todos probaran el primero plato de la noche.
Después de varias horas, tras haber devorado la carne y triturado los huesos, uno a uno, los monstruos fueron dejando caer la cabeza hacia detrás e iniciaron un grito solemne que se elevó como una canción. Cada voz imprimía una nueva cualidad al coro, como un tejido al que se fueran sumando hilos únicos, fuertes y elegantes, hasta formar un tapiz complejo, radiante, que ondulaba sobre aquella ceremonia de sangre, horror y revelación. En aquel momento, mientras se consumaba el banquete, a mundos de distancia, algunos habitantes de la ciudad de Shanghái, envueltos en mortecinas luces de neón, alzaron la mirada en dirección al piso de observación. Allí arriba se estaba celebrando una fiesta. Tuvieron un fugaz pensamiento, informe, más parecido a un impulso, que se concretaba en el deseo de estar entre aquellos hombres de éxito, fueran quienes fuesen, y la certeza de que serían capaces de cualquier cosa para lograrlo.
Si te ha gustado La nueva, vieja, pirámide, pero te has quedado con ganas de leer más, puedes seguir con el relato El regalo de Dante. En un futuro lejano, la humanidad ha conseguido satisfacer todas sus necesidades y deseos, aunque a veces hay tener cuidado con lo que se desea…
Tal vez prefieras un relato de suspense, donde nada es lo que parece y la realidad y los sueños se entremezclan hasta hacerse indivisibles. Tú lo has querido: El laberinto de Ockham.
En cambio, si lo que te gusta es leer obras más extensas, te recomiendo que vayas directamente a Árakron, un cautivador libro de fantasía épica, o La hora muerta, un apocalipsis zombie sobrecogedor, no apto para cardíacos.
