El regalo de Dante es un relato de ciencia ficción y terror publicado en la revista antológica Calabazas en el Trastero: Distopías, del sello editorial Saco de Huesos. Dante vive en un futuro donde la humanidad tiene sus necesidades satisfechas y donde cualquier cosa que se desee está al alcance de la mano. Aunque puede que no todo sea tan maravilloso como parece…
RELATO EL REGALO DE DANTE
La mosca se mantuvo inmóvil durante medio minuto. Empezó a caminar en una diagonal ascendente, cruzando el ventanal nocturno. Apresurada, saltó y dibujó una espiral justo antes de iniciar una serie de lanzamientos contra el cristal. Una, dos, tres y hasta cuatro veces se abalanzó con su cuerpo, zumbando como protesta tras cada embestida infructuosa.
Después del último impacto recorrió unos pocos centímetros y se detuvo en la imagen reflejada de un hombre joven, justo en el centro del iris. El hombre se llamaba Dante y llevaba una hora contemplando la errática danza del insecto sobre el cristal. Pasaron dos minutos más y la mosca no parecía dispuesta a seguir moviéndose.
Dante extendió el brazo con lentitud hacia la mosca y, en un centelleante movimiento, la mano se lanzó contra el cristal. No hubo sonido alguno. La mosca quedó atrapada entre los dedos índice y pulgar, panza arriba, moviendo frenética las patas y la cabeza. La imagen reflejada del hombre sonrió, pero era una sonrisa hueca, carente de satisfacción. Los labios regresaron al hieratismo original. Con un ademán florido, cargado de dramatismo, los dedos que sostenían el insecto regresaron al ventanal y se detuvieron al entrar en contacto con la fría superficie.
A continuación, el dedo índice se deslizó, presionando, hasta que la estructura de la mosca crujió y el juego se detuvo por completo.
Dante se incorporó, recorrió desnudo el elegante salón, decorado con muebles oscuros que pretendían aparentar una manufactura de roble o algún otro árbol que llevaba extinto miles de años; se detuvo únicamente para servirse un vaso de wiski con hielo en el aparador de las bebidas y siguió su camino hasta el alto espejo de cuerpo entero que quedaba justo al lado de la cabina de tejidos.
Dio un largo trago. Agitó distraído la bebida. Apenas sintió la humedad punzante del hielo, condensada en las paredes de vidrio del vaso. Contemplaba su propio cuerpo con la curiosidad de un desconocido peligroso. Suspicaz. Hosco.
Era un cuerpo sin las imperfecciones de eras pasadas, suspendido en la plenitud física de la veintena. Un núcleo cohesionado de carne, huesos, músculos, órganos y fluidos, donde todo defecto había sido arrancado o corregido. Podría observar su superficie durante toda una vida —teniendo en cuenta que vida e inmortalidad eran sinónimos, al menos en teoría— y jamás encontraría pecas u otros heterogéneos cambios en la pigmentación de la dermis, verrugas, vello corporal o elementos innecesarios como los pezones.
Conservaba los genitales ya que, aunque existían infinidad de programaciones capaces de estimular los centros neurálgicos del placer, el sexo resultaba un elemento casi protocolario en muchos de los eventos sociales; además, ofrecían la posibilidad de concebir descendencia a través de los Bancos de natalidad, siempre que estuviera dispuesto a sacrificar muchos de sus privilegios y, por supuesto, filtrara su semilla por todas las modificaciones genéticas exigidas a todo ser humano digno de ser llamado como tal. Sin embargo, aquella idea le provocaba un profundo rechazo intelectual. No podía imaginar ningún motivo de peso para traer una nueva vida a aquel mundo. Un mundo tan puro, tan perfecto, que le arañaba los sentidos con su complacencia.
—Perfecto.
Una palabra agrietada, escupida, y con ella Dante estrujó el vaso de cristal provocando una pequeña lluvia de fragmentos plateados. Un irregular colmillo de vidrio quedó anclado en la palma de la mano y la cara interna de los dedos. La sangre fluía, deslizándose por el antebrazo hasta el codo, en un riachuelo invertido, para acabar cayendo como una llovizna roja; repiqueteando en el suelo hasta entonces impoluto.
El dolor no llegaba. Tan solo un mísero hormigueo que le indicaba que el tejido estaba dañado. El Eco. Un efecto secundario, supuestamente beneficioso, de mantenerse joven durante siglos. Regeneración tras regeneración los nervios se tornaban opacos a las sensaciones. Por supuesto, podía utilizar un programa o un simulador para creer que sentía dolor, pero habría sido una mentira más, no muy diferente a ese extraño escenario que le parecía el mundo real.
Trató de evocar el recuerdo del dolor clavando el improvisado cuchillo en su pecho. Percibió la resistencia ósea de una de sus costillas y continuó arrastrando el vidrio hasta abrir una horrible sonrisa encarnada. Luego otra y otra más. Las heridas se abrían como bocas tímidas y hambrientas. El hormigueo se había extendido por la totalidad de su tórax, pero nada más. Durante un segundo consideró la posibilidad de perforarse el globo ocular, sin embargo, sabía que no supondría ninguna diferencia y la regeneración de órganos era más lenta que la de los tejidos superficiales. Una molestia innecesaria.
Arrojó el pedazo de vidrio a un lado, hastiado, y programó la cabina de tejidos. Mientras se hallaba sumergido en el gel de la cápsula que sanaría su cuerpo intentó recordar algo de su primera centuria, un recuerdo que le trajera sentimientos auténticos, experiencias de cuando todavía se sentía vivo; pero el pasado se le escurrió una vez más en aquel sumidero interno donde la memoria, la imaginación y los sueños formaban una emulsión indivisible.
Dante. En el salón. Una hora más tarde. El cuerpo renovado y vestido con un esmoquin cuyo diseño llevaba de moda los últimos cincuenta años, aunque su origen se remontaba a los albores de la Humanidad, cuando los pre-humanos apenas vivían más allá de unas pocas décadas y andaban divididos en agrupaciones territoriales que compartían rudimentarios elementos culturales.
El rostro de Dante estaba bañado por la luz verdosa de una fulgurante pantalla virtual que flotaba frente a él. Un formulario de aceptación de normativas, con letra minúscula, ilegible; al final del documento, con caracteres ampliados: Aceptar Envío y, a escasa distancia, Cancelar Envío. La luz parpadeaba, saltando juguetona, de una opción a otra y así permaneció durante un largo minuto.
La pantalla resultó invadida por la imagen de un hombre —el nombre de Arcadio suspendido en el margen inferior— y el sonido intermitente de un teléfono.
—Responder.
El mismo rostro apareció ahora en movimiento; de fondo se escuchaba música de salón y conversaciones alborotadas. Ambos se saludaron con educación y Dante percibió en Arcadio aquel tono zalamero que tanto lo asqueaba.
—¿Vendrás verdad? Dime que vendrás. Las razzias en África Central han sido exquisitas. Te encantará ver los videos que he tomado. Uno de ellos incluso está entre los cien primeros puestos del ranking Mundial. He recibido toda clase de elogios… —la verborrea continuó, aburrida y automática, pero Dante ya no la escuchaba. Observaba con curiosidad quirúrgica el lenguaje facial de Arcadio. El movimiento de la boca, los párpados, incluso las cejas. Había cumplido seis centurias, dos menos que Dante, y, a pesar de ello, lograba imprimir cierto entusiasmo a su dialéctica. Falso entusiasmo, sin duda, pero un logro por el cual casi podría admirarlo si éste no fuera contrarrestado debido a su despreciable vulgaridad.
En algún momento Arcadio detuvo el monólogo y permaneció a la espera de una réplica. Ante el silencio de Dante, repitió la pregunta.
—¿Entonces vienes?
—Iré.
—¡Oh! —la reacción pareció, en esta ocasión, genuina—. Eso es fantástico, se lo diré a los demás, estarán ansiosos por saber…
La señal se cortó. La pantalla se vio ocupada de nuevo por el documento del envío y así quedó, con las dos opciones todavía parpadeando, cuando Dante abandonó el lujoso apartamento.
La fiesta se celebraba en uno de los muchos salones públicos repartidos por la urbe. Los eventos eran tan variados como los apetitos de sus participantes. Deportes, bailes, degustaciones, debates, juegos sexuales, proyecciones, simulaciones virtuales de todo tipo… Los límites no existían o, si lo hacían, eran puestos a prueba continuamente hasta ser desbordados por nuevas y delirantes fantasías.
Dante se consoló al pensar que aquella reunión sería una insulsa proyección. No creía disponer de la energía ni el ánimo para soportar cualquier otro tipo de entretenimiento. Sobre todo, si se hubiera tratado de una simulación sensorial de la razzia grabada por aquel pretendiente a humano que se hacía llamar Arcadio. Además, el salón poseía una peculiaridad que lo hacía apetecible, aunque solo fuera porque suponía una barrera a la hora de socializar con el resto del mundo.
Tal peculiaridad era su aforo limitado, para no más de cien personas, lo que convertía el lugar en un entorno exclusivo. Imposible de acceder excepto para aquellos ciudadanos que superaran las cuatro centurias.
Antes de empezar con las tediosas presentaciones Dante se aproximó al terminal más cercano y se identificó con la lectura retinal.
—Grabar salón. Añadir audio. Capturar parámetros conductuales.
Más adelante podría utilizar la grabación de la forma que deseara. Visualizarla, modificarla o convertirla en un escenario de realidad virtual donde podría desarrollar cualquier deseo que se le antojara.
Cuando Dante se estaba dando la vuelta fue abordado por Arcadio y dos personas más: Nébula y Corintio. Éstos dos últimos mantenían una relación prácticamente monógama, aunque, al igual que el resto de los conciudadanos, participaban en las numerosas orgías que exigía su estatus social. Dante no albergaba una gran opinión de Nébula. Una quingentenaria con ínfulas de intelectual —obsesión típica de los ciudadanos que superaban la cuarta centuria— convencida de que la edad debía infundirle, por alguna clase de osmosis trascendental, cierta sabiduría cuando en realidad, lo único que resaltaba, era una pedantería cáustica. Corintio, por otro lado, tal era la debilidad de su carácter, solo le provocaba una irremediable indiferencia. Sospechaba que Nébula lo había elegido consorte con el único propósito de hacerse destacar por encima suyo en las reuniones sociales.
—¡Bienvenido, amigo mío! ¡Bienvenido! El buen Corintio y la dulce Nébula tenían serias dudas acerca de tu aparición. Yo les había asegurado que sus inquietudes estaban injustificadas. Durante nuestra última conversación noté cierto énfasis en tus palabras y, por supuesto, mi intuición rara vez se equivoca. Todos estamos tan entusiasmados de verte… —Arcadio miró a Nébula, como si esperara que ella tomara el relevo de la conversación.
—Dice la verdad… —Dante sospechó que aquella afirmación era una garantía que señalaba precisamente lo contrario—… tenemos un sincero interés por saber de ti. Has permanecido tanto tiempo… ¿cuánto ha sido?, ¿cinco años?, ¿seis?, en fin, demasiado tiempo recluido del mundo. Nos alegramos de que por fin hayas abandonado una actitud tan malsana.
Arcadio y Corintio aseveraron las palabras de Nébula con finos asentimientos de cabeza. Todos sostenían sonrisas falsas a excepción de Dante que hacía más de un siglo que evitaba las hipocresías.
—He estado en duelo.
Nébula saltó como si hubiera sido atacada.
—Oh, espero que no insinúes que mis palabras han sido desconsideradas. Porque te puedo asegurar que no ha sido así. ¿Verdad, querido? —preguntó a su consorte.
—Claro que no —aseguró Corintio rápidamente, como si el destino de la velada dependiera de su celeridad a la hora de darle una respuesta complaciente.
—Por supuesto que no —continuó ella—. Todos estábamos preocupados. Tu ausencia ha sido muy criticada. Una conducta impropia de un ciudadano respetable como tú. Incluso hay quienes sugirieron, yo no, jamás cometería una injusticia semejante, que se te sancionara si no recapacitabas y cambiabas esa infantil forma de actuar. Además, tus padres tuvieron una vida larga y satisfactoria, que es todo lo que un ciudadano puede desear. Todos lamentamos su perdida. Fue un accidente terrible.
—Un accidente terrible —repitió Arcadio.
—Un accidente terrible —imitó Corintio.
Dante contempló, uno por uno, el rostro de aquellos ciudadanos. Se imaginó qué si hubiera sido más joven, cinco o seis centurias más joven, habría sentido un radiante odio por ellos. Pero en su interior solo encontraba aquella tibieza inocua. Le parecía estar contemplando tres maniquís que pretendieran ser humanos, pero que solo podían imitar las formas, sin alcanzar nunca la esencia.
Un accidente terrible. La versión oficial explicó que sus padres —ciudadanos intachables que superaban el milenio de edad— habían muerto en un accidente en la megalópolis de Porto Prime, en Marte. Dante no adivinaba como podía considerarse un accidente el que ambos progenitores salieran de la urbe presurizada hasta alejarse un par de kilómetros, se sentaran a contemplar el amanecer y, de forma simultánea, desconectaran los sistemas de soporte vital.
—Una muerte inevitable —respondió Dante.
Los tres acompañantes se movieron un tanto incómodos.
—Amigos, —Arcadio carraspeó, forzando una gran sonrisa— ¡por favor!, estamos aquí para celebrar y disfrutar.
—Cómo siempre, tus palabras son una inspiración, brillante Arcadio —dijo Nébula.
—Gracias, gracias. Creo que ha llegado el momento de pasar a la proyección. No me gusta vanagloriarme, pero como ya sabréis mi grabación ha alcanzado el puesto cincuenta y dos en el ranking Mundial y tengo la sospecha de que todavía escalará unas cuantas posiciones más.
—¿Esperas que llegue a estar entre los diez primeros? —preguntó Corintio.
—¡Oh, por favor! No me atrevería a adjudicarme tan alta posición. Sin embargo, quién sabe…
—Algún día alcanzarás ese honor, Arcadio —dijo Dante. Era una descortesía por su parte nombrarle sin añadir un adjetivo que ensalzara alguna de sus virtudes, pero incapaz de encontrar ninguna Dante prefirió mantener una árida sinceridad.
Arcadio le devolvió una sonrisa de labios prietos.
—Si me disculpáis… —y con blanda inclinación se dio la vuelta hasta alejarse de los tres invitados.
Una pantalla gigante, en la pared opuesta a la recepción, ocupando casi todo el ancho de la sala, comenzó a descender. Mientras lo hacía, Corintio se acercó a Dante, sin perder de vista la pantalla, hombro con hombro.
—Arcadio ha asegurado que posees un Incursor Titán. ¿Es cierto?
—Sí.
—Increíble. Muy pocos ciudadanos pueden permitirse un modelo de ese tamaño. Arcadio usa un Androide de combate recreacional.
—Lo sé.
—Me habría gustado mucho verte participar en la razzia. El número de pre-humanos durante la última razzia superaba las treinta mil cabezas. Al parecer han estado muy ocupados procreando. Esas pobres bestias lograron tumbar un buen número de androides. Se lanzaban en manadas contra uno solo hasta que lograban desmembrarlo. Resultaba digno de ver. Realmente excitante —concluyó en un tono ausente de excitación.
Nébula se colocó al otro lado de Dante.
—En mi opinión es un error mantener con vida a esos animales. Las reservas son un precioso terreno que podría ser aprovechado para la producción de materias primas. Tú mismo, venerable Dante, podrías verte beneficiado, si te das cuenta de la dirección en que soplan los vientos. Muchos miembros del Consejo andan preocupados por las numerosas pérdidas en androides que hemos sufrido.
—Una gran preocupación. No me cabe duda.
—Así es. Y ahora que vuelves a participar en tus deberes sociales quizás podrías apoyar mi propuesta para expropiar parte de las reservas durante el próximo Consejo. Habría que diezmar la población de pre-humanos, por supuesto…
—Por supuesto —corroboró Dante.
—…pero hace siglos que no surgía una oportunidad como esta. Tú palabra es todavía muy respetada. Espero, mi discreto Dante, que me tengas en consideración.
Él no contestó.
Al principio, la proyección hizo el mismo recorrido que todas las razzias en las que Dante había participado y, finalmente, aborrecido a lo largo de su prolongada vida. Un plano general de los pre-humanos. Algunos haciendo frente a las hordas de androides y otros robots de combate con las manos desnudas o rudimentarios objetos. Centenares, miles, huyendo. La cámara ubicada en los ojos humanoides del androide de Arcadio mostró como la unidad se lanzaba cuerpo a cuerpo contra un macho y ambos se agarraban por los brazos. Aquel rostro, tan parecido al de los seres humanos y al mismo tiempo tan diferente, miraba directamente al espectador.
—Qué desagradable —murmuró Nébula; un matiz de satisfacción morbosa teñía el comentario. Por la sala muchos otros asistentes coincidieron con aquella valoración y se escucharon toda clase de improperios y ruidos de disgusto.
Dante apenas se dio cuenta de nada. Aquellos ojos, cargados de arrugas, desesperados, que se volvían vidriosos por momentos, lo tenían hechizado. Los brazos del androide aparecieron frente a la cámara, cerrando las manos alrededor del cuello. La boca del macho se abrió en una mueca horrible que tensó los músculos de la cara. Le saltaban las lágrimas. Dante advirtió que le faltaban varios dientes y los que le quedaban estaban ennegrecidos. ¿Cuántos años habría vivido? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Aquella ruina semi-humana trataba con desesperación de sobrevivir. Una vida tan ridícula, tan efímera. Tan hermosa.
La presión del androide se incrementó y se escuchó un crujido cuando la cabeza del macho se inclinó hacia detrás en una posición imposible.
El salón se llenó de vítores. Algunos de los invitados se acercaron a Arcadio para palmearle como si hubiera acometido una proeza; como si él, en realidad, no hubiera estado a miles de kilómetros de distancia, controlando virtualmente el androide, sin asumir ni el más mínimo riesgo.
Al terminar la proyección otros ciudadanos se acercaron a Dante para saludarle y éste, en cuanto le fue posible, se desembarazó de todos ellos. En mitad de aquellas presentaciones, palabras orquestadas y falsa modestia, le llegó un sonido que lograba filtrarse por encima de todos los demás. No era escandaloso; tampoco estridente. No trataba de imponerse y, sin embargo, lo conseguía con la naturalidad de una tormenta que se cruza ante una brisa de mar.
Con urgencia buscó el origen de aquel sonido, avanzando entre los diferentes grupos, esquivando a quienes percibía que deseaban interponerse en su camino. Empujó a alguien con brusquedad. Se deslizó en medio de una conversación. Volvió a escucharlo.
Se trataba de una risa. Real. Y la idea le provocó un escalofrío ominoso. La risa pertenecía a una ciudadana; una ciudadana cualquiera que se carcajeaba ante un comentario sugerente. Un sentimiento o, mejor dicho, una mezcla de varios sentimientos —no sabía identificar exactamente cuáles eran—, le subieron por la garganta y le pareció que le estrangulaban de la misma forma que el pre-humano había sido estrangulado.
La voz de Arcadio sonó divertida.
—¿Te has dado cuenta? La he invitado yo. Una pequeña excentricidad, ¿no crees? Le falta un lustro para cumplir su primera centuria.
—¿Por qué? —logró articular Dante. Una pregunta que Arcadio supuso iba dirigida a él.
—Lo cierto es que es una especie de experimento social. Los centurianos resultan tan ruidosos, torpes y carentes de decoro que observarlos desenvolverse me provoca un singular placer.
—Debo irme.
—Querido amigo, si te molesta, puedo expulsarla con la misma…
Pero Dante no escuchaba. Sus oídos estaban llenos de aquella risa que lo ocupaba todo.
Ya en su apartamento recreó la grabación de la fiesta. Seleccionó la risa de la ciudadana. Usó filtros para eliminar el resto de los sonidos y cuando estuvo lo bastante limpia, lo suficientemente nítida, la escuchó de nuevo. Después la escuchó otra vez. Y siguió haciéndolo, enredado en aquel bucle enfermizo, cabalgando unas emociones quebradizas que, enrarecidas por el uso constante, se pudrieron rápidamente hasta quedar inservibles. Del interés surgió la indiferencia; la admiración se transmutó en envidia; el deseo en repugnancia. Al cabo de unas horas, en aquel apartamento sepulcral, la risa seguía resonando en los recovecos de su cerebro; recordándole que no podía recordar.
Dante activó la pantalla flotante donde las palabras “Aceptar Envío” y “Cancelar Envío” esperaban pacientes una contestación. La primera de las opciones brilló con intensidad durante un segundo para, a continuación, implosionar hasta desaparecer.
Al instante surgió una nueva ventana que rezaba: “Llevamos más de dos milenios transportando los sueños de nuestros ciudadanos. Gracias por utilizar nuestro servicio de mensajería. Su Incursor Titán llegará en breve.”
Poco después la serenidad del apartamento fue interrumpida por el sonido de una llamada telefónica. Las palabras sonaron amortiguadas al principio, pero enseguida cobraron una claridad histriónica.
—…tanto. Hay varios amigos que quiero presentarte, ¡están entusiasmados! La adorable Nébula y el humilde Corintio también estarán. Ambos desean fervientemente continuar con…
—Iré.
La llamada se cortó y el apartamento recuperó la placidez que lo caracterizaba.
La voz de Dante dijo: —Iniciar navegación. Grabar acción. Añadir audio. Añadir sensibilidad táctil y motriz.
Oscuridad.
El ambiente está cargado de un pausado zumbido eléctrico. Suena una voz metálica, solemne, y aunque no es realmente tu voz sabes que en este momento sí lo es.
—La inmortalidad es una carretera yerma, sin curvas ni destino.
Pasan los segundos.
La luz rompe la oscuridad y puedes ver. Te hayas frente a un muro de acero. Inclinas la cabeza y descubres las puertas de un recinto —éstas medirán algo más de dos metros— que te quedan a la altura de la cintura. Te inclinas un poco más y puedes observar tu cuerpo, de apariencia casi humana; un androide colosal, opaco, estilizado y andrógino. Extiendes los brazos y sientes cada uno de los movimientos como si fuera tuyo, como si los poderosos servos hidráulicos siempre hubiesen estado allí. Agitas los dedos y observas que se articulan con fluidez mercurial. Las manos se deslizan una sobre la otra y percibes la presión, el tacto rugoso de las capas de polímeros que las recubren.
Retrocedes varios pasos y, con un movimiento explosivo, tu pierna revienta la puerta del recinto. No hay dolor, solo la resistencia inercial antes de que la puerta salga despedida hacia el interior; arrancada del marco.
Se escuchan gritos de sorpresa y horror. Te introduces agachado en el salón cívico de fiestas. Está anegado de cojines, tumbonas acolchadas y grandes sofás circulares. Más de cincuenta ciudadanos y ciudadanas andan desperdigados, desnudos por el salón, exhibiendo flagrantes erecciones y pechos turgentes. Mentes viejas en cuerpos jóvenes, suaves y lubricados, interrumpidos en mitad de la bacanal. Rostros aturdidos, rostros embelesados, todavía asumiendo lo sucedido. El silencio se impone como una marea surgida desde la entrada.
A tu lado, petrificado, un individuo. Sus ojos permanecen clavados en los tuyos mientras atraviesas el hueco hasta incorporarte. Varios de los ciudadanos permanecen alrededor de la puerta caída, a varios metros de distancia, bajo la cual hay alguien aplastado. Un grupo de personas que se dirigía hacia la entrada se detiene al verte. Parecen incapaces de elegir entre escapar al fondo del salón o luchar por atravesar el hueco del pórtico.
Desde tu posición se ven pequeños e indefensos.
Percibes movimiento por parte del individuo de la entrada. Antes de que escape lo sujetas igual que un niño sujetaría un juguete. Lo alzas, encarado hacia el salón para enseñárselo a la pequeña multitud; convertida en un espectador impotente. Sientes en la palma de la mano el calor que desprende. El latido furioso de su corazón. El individuo intenta decir algo, pero las palabras se convierten en un graznido incomprensible. Se mueve tratando de evadir tu presa, aunque se detiene cuando incrementas la presión y percibes como una o varias costillas se quiebran dentro de él.
Con la otra mano colocas dos de los dedos por delante de su rostro. El enorme pulgar de tu diestra mantiene la presión sobre la base de las vértebras cervicales. Y lenta, muy lentamente, tiras con ambos dedos hacia ti.
El salón de fiesta se llena de gritos —ahora no parecen humanos; son primarios, desesperados— cuando los gorgoteos del ciudadano se detienen y la cabeza cede, de repente, hasta una posición para la que el cuerpo no ha sido diseñado. La mayoría de la gente empieza a correr al fondo sin salida del salón. Algunos ciudadanos se esconden detrás o debajo de pilas de cojines y sofás. Otros se desmayan o fingen desmayarse.
Caminas hasta la puerta caída. Un hombre intenta levantarla, pero es incapaz de mover el pesado metal. Con un ademán despreocupado empujas al hombre y arrojas la puerta hacia un lado. Donde antes estaba la puerta: una mujer. Sus ojos se mueven como insectos sin rumbo hasta que dan con los tuyos. Parece haber un extraño entendimiento en ellos.
Desciendes con tu pie sobre la caja torácica. El armazón de hueso cede, recorriendo con suavidad los órganos, hasta que la planta se clava en el suelo pulverizando lo que queda de la columna.
Miras al hombre y tu voz robótica suena otra vez: —Me gustaría verte participar en mi razzia.
Los ojos del hombre, surcados por horribles venillas sanguinolentas, luchan por no salirse de las cuencas; la boca entreabierta, seca. Empieza a retroceder, empujándose con brazos y piernas, igual que un cangrejo pálido de tan solo cuatro apéndices.
La placa de tu antebrazo se desliza y del interior surgen dos boquillas integradas por tubos que se hunden en ti como gruesos tendones. La llamarada que surge de las boquillas impacta primero al humano-cangrejo, envolviéndolo. Con sorprendente entereza se levanta y sale corriendo varios metros antes de derrumbarse a los pies del montón de ciudadanos que se apelotona en la pared del fondo. Enfocas hacia allí las boquillas para luego rotar como un bailarín, rociando todas las piezas del mobiliario. Éstas arden con premura.
Los aspersores del techo se activan. El agua, en lugar de apagar el fuego, lo que consigue es alimentar el napalm enriquecido, haciendo de combustible. Las llamas se extienden, crecen y crecen, en rabiosas columnas carmesí. Los invitados son engullidos por ese mar ardiente en que se ha convertido el salón.
Te das una vuelta pausada para contemplar tu obra. Piezas de tela flotan en el aire, se revuelven, flotan un poco más, y son consumidas con violencia. El fuego ruge y devora con avidez los muebles, dejando únicamente la silueta de sus huesos metálicos. Varias figuras, ahora vestidas con un liviano traje de llamas, corren o caminan por el salón. Tropiezan, se sientan o caen. Finalmente descansan.
Sientes calor en las manos. Llega desde todas direcciones. Las levantas hacia el rostro. Por entre los dedos atisbas los zarcillos de fuego. Desaparecen cuando te tapas los ojos.
Desaparece la luz. Desaparece el sonido.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro segundos.
Un zumbido eléctrico te recorre. Separas las manos de los ojos. Estás en otro lugar. Es el recibidor de un apartamento de lujo. El techo, sorprendentemente alto, permite que te incorpores. Sientes como el suelo, de madera oscura, se resquebraja debido a tu peso.
Accedes a un amplio salón decorado con gusto exquisito. El enorme ventanal del fondo permite ver las luces de los rascacielos que quedan por debajo de tu posición; una ciudad sin fin que cubre el horizonte nocturno.
Tus pasos se detienen ante la única persona que hay contigo. Está sentado, desnudo, en un butacón rotatorio. Sobre su nariz, cubriendo ojos y frente, una banda negra —de las que se usan para controlar androides neuronalmente— se amolda al cráneo.
Te agachas y extiendes el brazo sin llegar a tocarlo, dejando la mano abierta y descubres que no puedes moverte.
El hombre se incorpora. Se aproxima sereno y apoya la espalda en la palma de tu mano; se pone cómodo. Sientes la tibieza de la piel. Sus latidos; rítmicos y neutros.
Vuelves a tener control de la mano y la cierras sobre él. Te alzas, todavía portándolo.
Percibes un sonido, suave, emitido por el individuo. Flexiona sus manos y piernas y empieza a moverlas arriba y abajo. Ahora distingues el sonido. Es un zumbido. Un zumbido insectoide con voz de falsete. La pantomima se prolonga durante medio minuto y el humano se detiene de pronto. El torso empieza a temblar. Luego se convulsiona. Mientras hace esto, de sus labios surge lo que parece ser un llanto, pero enseguida se convierte en una horrible carcajada.
La carcajada sigue y sigue; frenética.
Pasa un minuto antes de que se detenga con suaves sollozos; antes de que te pongas en movimiento de nuevo y presiones su cuerpo contra el cristal del ventanal. Su cara se apoya sobre el lado derecho. Lágrimas que caen por la mejilla izquierda y la mitad de un labio que te sonríe. Te sonríe.
A continuación, presionas, hasta que la estructura del ciudadano cruje y el juego se detiene por completo.
“El regalo de Dante”, tal y como se bautizó a la grabación de la masacre y posterior suicidio, alcanzó un récord histórico en simuladores virtuales y proyecciones públicas y privadas, manteniéndose en la primera posición del ranking Mundial durante tres días. Logró permanecer entre las diez primeras posiciones hasta el final de la primera semana.
Una vez el público se saturó de la grabación —partiendo en búsqueda de nuevas y sangrientas experiencias—, “El regalo”, fue descendiendo en la lista, ahogándose en un océano de nombres olvidados. Su caída resonó por las interminables listas de sedimentos digitales; imágenes ciegas sin retinas sobre las que posarse, ecos abandonados sin oídos en los que descansar; solo el silencio, cómodo e indiferente, de un futuro perfecto.
Si no lo has leído, también te recomiendo otro relato que tengo publicado en Calabazas en el Trastero. Se llama La nueva, vieja, pirámide, un relato de terror donde las máscaras de los monstruos humanos quedan al descubierto.
O quizás te gustaría algo de suspense. Llegó el momento de atreverse con El laberinto de Ockham.
Pero si te apetece más pegarte unas buenas horas de lectura que te atrapen, te recomiendo que vayas directamente a Árakron, un libro de fantasía épica repleto de magia y aventuras, o La hora muerta, un apocalipsis zombie ambientado en España, donde los protagonistas se enfrentarán situaciones al límite y decisiones imposibles.
