El laberinto de Ockham es un relato de suspense, ganador en la modalidad de narrativa breve en castellano de los «IX Premis Universitat de València d’escriptura de creació». Está compuesto por varias escenas dónde, en cada una de ellas, como en un rompecabezas, se amplía la perspectiva de una misteriosa desaparición. La realidad, lo fantástico y lo onírico se entremezclan hasta que desaparece la barrera que los separara…
RELATO EL LABERINTO DE OCKHAM
¿Qué es lo que quiere de mí? ¿De qué quiere que le hable? ¿Me ha tomado por tonta? ¿Cree que no he visto cómo se las gastan por la tele? Cualquier cosa que diga la van a volver en mi contra. Pues está muy equivocado. No diré nada hasta que venga mi abogado.
Deje de mirarme así. ¿Es que no va a hacer otra cosa que no sea quedarse ahí parado? Ah, ya entiendo. ¿Quiere ponerme nerviosa? Ya le he calado. ¿Qué pasa? ¿No es usted el poli malo? ¿No va a venir un compañero suyo, con cara de bueno, y me va a ofrecer un vaso de agua? ¿Un donut? Cabrones…
Ah, ya era hora, creía que me iba a tener aburrida aquí todo el día. Pues mire usted. ¡No! No sé de quién me está hablando. ¡Así que suéltenme de una vez!
¿Dónde está mi abogado? Le pregunto que ¿dónde está mi abogado?.
No, a ellos no. No quiero que les llame, por favor.
Es cierto que la conocí. Salimos juntas de aquel local. Pero no sé dónde está.
¿Si le cuento lo que sé podré irme a casa? Vale.
No fue nada impresionante. Nos conocimos en un pub. No ponga esa cara. No era la clase de pub en que está pensando. Era un local de lo más típico. De música pop. Me daba corte ir a un local más… más para mis gustos. Lo sé, es una tontería. ¿Cómo me dejaron? Pues soy bastante alta para mi edad y supongo que al portero le parecí guapa. Debió de pensar en mí como en un… ¿Cómo se dice? ¿Eso que utilizan con los patos? Reclamo, eso es. Un reclamo para tíos. Tiene gracia, ¿no le parece?
El caso es que mientras estaba en la barra, ella se me acercó. Recuerdo que era muy guapa. Debía de tener un par de años más que yo. Me invitó a una cerveza. Estuvimos hablando. Fue divertido, tenía esa clase de risa contagiosa. Me dijo de salir a la calle a tomar el aire y le contesté que sí.
Eso no es asunto suyo. Estuvimos un rato juntas. Le di mi número de teléfono y me dijo que me llamaría. Eso es todo.
¿Qué está insinuando?
Dos batas blancas se alzan frente a la pequeña ventana, instalada en una aséptica puerta. Escrutan a la habitante del cuarto acolchado. Finalmente, la bata de la derecha se gira hacia su compañera. Unas gafas, densas como la base de una botella de vino, clavan su atención en un rostro tan ausente de vestuario que parece un maniquí.
—Su comportamiento es persistente. Todavía no hemos descubierto el patrón que la lleva a actuar así. Los episodios pueden durar desde unas horas hasta varios días. Es un caso realmente curioso —comenta la boca que descansa bajo las gafas—. La mayoría de nuestros pacientes crean una historia, un agarre, una especie de flotador, para no tener que hacer frente a la realidad. Ella inventa, cada cierto tiempo, una historia diferente.
—¿Cómo es eso posible? Lo que quiero decir… es que parece ser una persona totalmente distinta a la que vimos ayer —inquiere el imberbe rostro.
Un anillo, dorado, sucio, se frota contra la barba rojiza, que crece varios centímetros por debajo de las gafas.
—Estamos sopesando la posibilidad de que su subconsciente trabaje durante la fase REM, alterando su percepción de la realidad al despertar. Si conseguimos demostrar que esta teoría es cierta podremos abrir una nueva línea de investigación.
—Sabe que estoy a su completa disposición, me encantaría poder participar en el proyecto. En cualquier caso, ¿con quién habla?
—Con su confesor. No me refiero a un sacerdote. Parece ser una persona con cierta autoridad. Es una constante en sus alucinaciones —las gafas vuelven a fijarse en la habitación—, es la forma que tiene de descargar la culpabilidad que siente. Cada vez que el episodio vuelve a empezar, discute, se enfada, a veces grita y, en ocasiones, confiesa una serie de crímenes que evidentemente no ha cometido.
—Resulta increíble.
Se escucha un brusco resonar metálico. Ambas batas se giran para contemplar el corredor que se bifurca hacia la izquierda. El sonido se apaga con timidez, como si tratara de disimular su propia torpeza, dejando paso a un silencio que se apodera del lugar.
—¿Qué ha sido ese ruido?
—Seguro que no es nada. ¿Profesor? Como le decía es muy inusual. ¿Qué fármacos está recibiendo?
Pasan los segundos y las gafas vuelven hacia el rostro anodino.
—La habitual en estos casos. Le estamos dando Risperdal. Apenas ha mostrado alguna mejoría. Nada significativo. Por eso vamos a empezar con la clozapina. Sin duda alguna…
Pasos rápidos. Una bata azulada surge desde la esquina del corredor. Carga contra las batas blancas. Un grito pide ayuda. Un cilindro negro se alza en el aire.
Rojo.
La mujer estira el brazo izquierdo hacia el espacio vacío que queda junto a ella. Es un movimiento instintivo, no sabe qué está buscando, pero se detiene al no encontrar ningún obstáculo.
Enseguida se da cuenta de quién es y por qué se encuentra tan agotada. El turno de la noche anterior ha sido particularmente pesado. A parte de los tres pacientes que llevaba, tuvo un ingreso a las dos y media de la madrugada; un chaval con más alcohol en las venas que sentido común en la cabeza.
Mientras se incorpora, trata de recordar lo que había soñado. Una película. Así son sus sueños. Se da cuenta de que forma parte de ellos, pero tan sólo como una observadora. Como la cámara de un director de cine, con la única diferencia de que no puede manejarla.
Como si no fuera suficiente trabajar en un hospital, resulta que también sueña con doctores.
Encuentra frustrante no ser capaz de ver los rostros de los personajes. Hace un esfuerzo por visualizarlos. Meros borrones. Sombras. Familiares y, al mismo tiempo, completos desconocidos.
Lanza una mirada a los brillantes números rojos que flotan sobre la mesita de noche. La una y media del mediodía. ¡Por Dios! Tan solo lleva dormida cuatro horas.
Hasta el instante en que su móvil empieza a sonar con Don’t let me down, de los Beatles, está convencida de que el día no podía ir a peor.
Dos horas y treinta dos minutos más tarde, con un sándwich de jamón y queso a medio digerir, la mujer atraviesa las mismas puertas que había cruzado esa mañana para volver a casa.
—Te has tomado tu tiempo —le reprocha la supervisora, con un suave tono acusador.
—Ya te he avisado que llegaría tarde. Tendrías que estar agradecida de que hubiera venido. Trabajé anoche. Me debes una gorda.
—No ha podido venir nadie del pool, hoy somos una menos y Francisco está de baja. Así que nadie te debe nada.
—¿Qué le ha pasado a Francisco? —es la segunda vez en ese mes que las deja colgadas.
—Una conjuntivitis alérgica.
—Una “cuentitis” alérgica —dice para sí la enfermera, en cuanto la supervisora se aleja unos pasos.
Comprueba los pacientes que le tocan y se acerca para ver el último ingreso.
Inconsciente. Con una fuerte contusión en el cráneo. El vendaje le cubre buena parte de la cabeza. El informe indicaba un posible daño cerebral. Al aproximarse un poco más puede ver un resto de sangre seca, encostrado en la ceja derecha. Da la impresión de estar levantándola, lo que le proporciona un aire escéptico y al mismo tiempo cómico.
Mira hacia los lados, y tras comprobar que nadie la ve, sostiene la mano del paciente para comenzar a recitar una oración que había aprendido durante las prácticas de la carrera, cuando había descubierto qué, en ocasiones, la medicina solo podía dejar que las cosas siguieran su curso.
Esas eran las ocasiones en que rezaba. A Jesús. A la Virgen. A los ángeles. A veces, sus rezos eran respondidos. El resto de las veces se consolaba pensando que había hecho todo lo que podía.
Los ojos del paciente se abren.
La enfermera interrumpe la oración. Fija la mirada en la mano del hombre, que ahora, agarra su muñeca con fuerza, como quién se aferra a un bote salvavidas en medio de una tormenta. En tan solo una fracción de segundo repara en el brillo apagado del anillo que rodea el dedo del paciente.
El hombre dice unas palabras.
Treinta y nueve segundos más tarde la enfermera sale corriendo en busca de un teléfono.
Estoy despierta. Lo sé porque puedo sentir como tiemblo. Me comprimo. Aprieto el cuerpo contra la fría pared desnuda. La oscuridad me rodea. Cubre cada espacio, invadiéndolo todo. Es pegajosa, se desliza por mi espalda, por mis pechos, por mis piernas. Cada respiración es densa, sofocante. Las sombras se deslizan por mis fosas nasales hasta llegar a mis pulmones. Me arrancan el calor. Dentro de poco seré como ellas. Me desvaneceré como un recuerdo pasajero en aquellos que me conocieron. No deseo desaparecer. Trato de gritar.
Me sacudo de impotencia. No puedo. Algo aprieta la cavidad de mi boca. Mi lengua se desliza tratando de apartar el objeto. No se mueve. Siento la presión de unas cintas alrededor de la cara. ¿Cuánto tiempo llevo atrapada?
Entonces la recuerdo.
La pesadilla pasa a cámara rápida y soy incapaz de parar la proyección.
Discuto con Daniela. Rabia. Impotencia frente a su traición. Me marcho con un portazo.
Veo el pub. Estoy sentada en la barra. Dos chicos se me acercan. Me invitan. Les doy calabazas.
Ella. Está a mi lado. No. No. No pienses en ella, no quiero verla… Pero la película continúa.
Sonríe. Solo puedo ver su sonrisa. Y sus ojos. Negros. Un abismo en el que me sumerjo. Nado en ellos. Me ahogo.
…
Un pequeño haz de luz se filtra por la trampilla del techo, al otro lado de la estancia. Por favor. Qué no sea ella.
Trato de hablar, pero solo emito unos gruñidos sin sentido. Las lágrimas secas no me permiten abrir del todo los ojos. Un millar de alfileres se clavan sobre mis retinas cuando surge el resplandor.
Ocurre como las otras veces. Me observa. No me toca. No habla. No hace nada. Proyecta la luz sobre mí. Mira.
Pasa el tiempo y se marcha.
Pienso en Daniela y en lo mucho que deseo volver a verla, volver a sentir sus labios besándome el cuello. Fundirnos como una sola.
Lloro.
…
Grito en silencio. Al principio es un grito desesperado, inútil, vacío. Pero, poco a poco, el sonido retumba en las cavidades de mi cráneo. El eco martillea en mi interior, que se hace más espacioso. Una oscuridad, un vacío, expandiéndose en todas direcciones.
Ya no soy solo yo. Soy mi cuerpo, pero también soy la prisión que encierra mi cuerpo. Soy la asfixiante ausencia de luz y también soy los rayos del sol que calientan la tierra. Ahora soy infinidad de personas; siento, amo, sufro, temo, y sueño, por cada una de ellas.
Pido ayuda. Una y mil veces. Suplico su ayuda. Veo a una chica. Atrapada como yo. Por favor. No dejes que me olviden. No dejes que muera aquí. Háblales de lo que me hizo.
La chica se disuelve entre paredes de encaje blanco.
El tiempo cae lentamente y se acumula como hojas de otoño sobre una fosa recién cavada. Mi fosa.
Nadie puede escucharme. Nadie puede salvarme.
Pero no me rindo, sigo buscando.
¿Quién es él? Un hombre, no, un doctor, tumbado en una camilla; su barba tiene el color del atardecer. Lo observo con curiosidad, tiene la cabeza cubierta de vendajes. Me mira directamente a los ojos. Puede verme.
Le digo mi nombre. El me escucha, me entiende. Es el único que me entiende. Por favor. Diles dónde estoy. No dejes que vuelva otra vez a por mí.
…
Vuelvo a despertar. Ha sido un sueño. Una alucinación. Solo eso. Noto que mi garganta arde. Pero el dolor de mi cuerpo no es nada comparado con el sentimiento de pérdida. No podré ver a mis padres. A Daniela. Quiero llorar, pero ya no me quedan lágrimas, solo la sensación de ser como una cáscara hueca.
No me quedan fuerzas. Percibo como me derrumbo. No importa. Ya nada importa. Lo siento. Lo he intentado.
…
¿Un rayo?
No.
Un chirrido.
El resplandor.
Por favor.
Por favor.
Qué no sea ella.
Doy un portazo a la puerta del coche. Demasiado fuerte. Pero que cojones, tengo un buen motivo para estar hasta las narices.
Ahí está, el refugio de la ley, aguantando, absorbiendo toda la mierda del mundo. A saber la cantidad de gentuza que habrá pasado por sus puertas. Las cruzo y me llega el olor. Un olor particular que se eleva por debajo de la lejía y los productos de limpieza. Como una capa de suciedad que se resiste a desaparecer.
Joder, hoy desvarío más de lo normal. Céntrate. No es más que una estructura de hormigón gris. Al parecer alguien debió de pensar que ponerle una capa de pintura le quitaría personalidad. Hay que joderse, parece una puta prisión.
Y sí. Ha pasado toda clase de basura humana por aquí. Pero al fin y al cabo aquí estamos los buenos. Al menos la mayoría somos buena gente.
—¡Ey, Ramón! Sube rápido. Hemos recibido una anónima sobre la chica desaparecida. Están a punto de salir.
—¡La hostia! ¿Pero vosotros sabéis lo que son los móviles? —es mi maldita investigación y ahora resulta que soy el último mono.
—Eh, tranquilo, que yo acabo de enterarme.
Me lanzo escaleras arriba.
…
No es lo normal. En la mayoría de los casos no ocurre. Pero a veces pasa. La gente solo cuida de sí misma. Prefieren no meterse en problemas. Pero a veces, solo a veces, alguien está en el lugar indicado, en el momento preciso. Y tiene los cojones de no callarse.
Quizás solo sea una pista falsa, pero es mejor eso que nada. Al parecer alguien ha visto a nuestra amiguita merodeando por una nave industrial abandonada.
Ya sabía yo que esa chavala no era trigo limpio. Todo cuento. Puedo oler a las de su clase a un kilómetro. Solo espero que no sea demasiado tarde.
El equipo se divide. Todo el lugar está desolado. Veo grandes paquetes rectangulares, casi tan altos como un hombre. Parecen ser de papel. El tiempo que han permanecido a la intemperie, al contrario de lo que podría parecer, no los ha destruido. Son grandes estatuas, testigos muertos de un pasado industrial no muy lejano. Estos lugares son como mirar una foto en blanco y negro. Deprimente.
Me concentro en encontrar huellas.
¡Ja!
No es tan espabilada como se creía. El polvo y la porquería han dejado grabados sus pasos en el interior de una galería. Algunos parecen recientes. Me fijo en la suela. Unas deportivas. Pie de chica.
Te tengo.
Las pisadas avanzan hasta un cuarto sin ventanas. La luz llega desde un ventanal, lleno de dientes acristalados, en la galería contigua.
Se detienen delante de una gruesa placa de metal.
Los surcos de óxido que hay al lado indican que ha sido movida en varias ocasiones.
Un tirón. Dos tirones. ¡Ya está! Aparto la placa.
Unas escaleras de madera me invitan a descender.
Agarro la linterna que cuelga de mi cinturón.
Me hundo en la oscuridad.
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